domingo, 31 de mayo de 2009

Confesiones de un verdadero creyente

Por: John Judis

En 1995, una revista publicada por un think tank conservador de Washington reunió a un grupo de escritores y expertos para debatir una cuestión cuya conclusión era previsible: “Socialismo: ¿vivo o muerto?”. Doce de los participantes votaron “muerto”.

Una única voz se arriesgó a convertirse en objeto de burla, según sus propias palabras, al sostener que “una vez que se apague el sórdido recuerdo del comunismo soviético y amaine el fervor de la histeria antiestatal, los políticos y los intelectuales del próximo siglo podrán volver a aprovechar de nuevo el legado del socialismo”.

Aquel solitario disidente era yo. En los años 60 fui miembro del grupo antibelicista radical Estudiantes a favor de una Sociedad Democrática (SDS, en sus siglas en inglés), e incluso después de que aquella organización se sumiese en la violencia y el caos, mantuve viva mi fe y edité un periódico teórico marxista que propugnaba el socialismo democrático. Después me invadió el desencanto con Marx y el socialismo, pero nunca caí en la postura fácil de que el hundimiento del comunismo soviético había arrojado aquellas ideas a la basura de la historia.

Y, aunque en 1995 me sentía aislado a causa de mis opiniones, creo que ha resultado que tengo cualidades proféticas. En los últimos meses, una profunda crisis económica mundial ha minado la fe en los poderes mágicos del mercado. John Makin, economista del American Enterprise Institute, el mismo think tank que hace años acogió aquella reunión de expertos sobre la muerte del socialismo, ha recomendado al Gobierno de Obama que nacionalice la banca. Los políticos y los legisladores estadounidenses –que no son precisamente famosos por admirar el socialismo escandinavo– han empezado a analizar las experiencias de Suecia y Noruega en busca de inspiración. Un reciente reportaje de la revista Newsweek incluso anunciaba: “Ahora todos somos socialistas”.

Pero, ¿qué hay del socialismo como solución para la actual crisis? Si piensas en la Unión Soviética o en Cuba, ha fracasado. Pero si consideramos los países escandinavos, así como Austria, Bélgica, Canadá, Francia, Alemania y los Países Bajos, en cuyas economías influyó la agitación socialista, entonces existe otro tipo de socialismo –llamémoslo “socialismo liberal”–, que tiene mucho que ofrecer a EE UU.

Los gobiernos de estos países son dueños, totalmente o en parte, de sectores necesarios para el bienestar de la sociedad. Desde servicios eléctricos a redes de transporte eficientes en consumo de energía. En estos países, los organismos reguladores están más a salvo de los grupos de presión empresariales y los contenciosos judiciales que en EE UU. El Estado tiene un mercado capitalista y existe la propiedad privada, pero también el sector público ejerce un control significativo sobre el funcionamiento de la economía y la distribución de la riqueza. Como ha defendido el historiador Martin Sklar, estas economías representan una fusión de socialismo y capitalismo.

En la actualidad, muchos países europeos están dispuestos a avanzar en esa dirección. Cuando comenzó la crisis el pasado otoño, el primer ministro británico Gordon Brown tomó medidas para nacionalizar los maltrechos bancos del país. En Francia, el presidente Nicolas Sarkozy anunció en septiembre que “la autorregulación como forma de solucionar todos los problemas se ha terminado. Se acabó el no intervenir. Se acabó el todopoderoso mercado que siempre sabe qué es lo mejor”.

En Estados Unidos, sin embargo, hasta el socialismo liberal ha sido siempre difícil de promover. Pero algunas de las barreras contra estas ideas están cayendo, a pesar de que algunos republicanos enemigos declarados del presidente Barack Obama lo tachen de “socialista”. Para empezar, el recuerdo de la URSS se ha ido desvaneciendo, y con él la identificación –surgida de la guerra fría y el macarthismo– de cualquier forma de socialismo con las penurias de la población rusa. Al mismo tiempo, la actual crisis económica ha desacreditado la hostilidad hacia las normas reguladoras y la fe ciega en el mercado que caracterizaron la época de Bush.

Muchas de las objeciones que se planteaban contra la implantación de un sistema sanitario público o la construcción de ferrocarriles de alta velocidad se basaban en la idea de que las actuaciones del Gobierno a esta escala no son prácticas –en que son utópicas, caras o inmanejables–. Ahora que las debilidades del sector privado han quedado tan patentes, este tipo de planes parece cada vez más realizable.

En momentos de crisis, el célebre pragmatismo de los norteamericanos entra en acción. Recordemos la Gran Depresión o la agitación social de finales de los 60.

Ahora, el Gobierno de Obama ha vuelto a incluir en la agenda política la necesidad de un sistema sanitario público. También existe un amplio debate sobre la conveniencia de nacionalizar bancos, y el Gobierno ha tomado el control de las mayores entidades de crédito hipotecario, Fannie Mae y Freddie Mac. El plan de reactivación económica de Obama y su primer proyecto de presupuesto suponen un incremento no sólo cuantitativo sino también cualitativo del papel económico y social de la Administración.

Históricamente, una vez que las crisis han remitido, los norteamericanos han tendido a retornar a su liberalismo lockeano. Los planes de Bill Clinton para reconstruir ciudades e implantar un sistema sanitario pú blico fueron recortados en cuanto se superó la recesión de los 90. En 1994 se impuso el “Contrato con América” de la derecha republicana.

En estos momentos en los que todo el mundo, desde las autoridades del Departamento del Tesoro hasta los antiguos miembros de Estudiantes por una Sociedad Democrática, escrutamos el futuro, la gran pregunta es si el impulso a favor de lo que en la práctica es una versión americana del socialismo sobrevivirá una vez pasada la crisis. El tiempo dirá hasta qué punto los estadounidenses desean pasar de la actitud contemplativa a la acción para crear un nuevo sistema político que, aunque formalmente no se denomine “socialista”, es tan distinto de lo anterior como lo fue la América del New Deal de la América de Herbert Hoover.

Fuente: Foreign Policy en español

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