martes, 5 de mayo de 2009

El costo de Dick Cheney

Por: Chris Patten

George W. Bush ha empezado a trabajar en sus memorias. Cuente el lector hasta diez antes de responder.

Las autobiografías de los dirigentes políticos no son una forma literaria muy elevada. En primer lugar, pocos dirigentes escriben bien, aunque hay excepciones, como Nehru, Churchill y De Gaulle. No es de extrañar que la mayoría de ellos empleen a un “negro”, como el de la excelente novela de misterio El poder en la sombra de Robert Harris, que es, en realidad, una critica devastadora del ex Primer Ministro de Gran Bretaña Tony Blair.

En segundo lugar, esas memorias suelen ser poco cosa más que sartas de autojustificaciones intercaladas con listas de personas famosas conocidas durante la vida en la cumbre. Por poner un ejemplo, aunque Bill Clinton habla con cordialidad, ingenio y gran elocuencia en persona, no vale la pena leer su autobiografía.

En tercer lugar, se suelen escribir esos libros para recibir una gran suma de dinero, pero no entiendo cómo pueden los editores recuperar jamás los enormes anticipos de varios millones de dólares que conceden. Cuando en el decenio de 1950 un editor ofreció un millón de dólares al gran general George C. Marshall, cuyas memorias de la segunda guerra mundial y de su mandato como Secretario de Estado de los Estados Unidos habrían valido hasta el último céntimo, el anciano replicó: ”¿Para qué iba a querer un millón de dólares?” ¡Qué diferencia con el mundo en el que ahora vivimos!

La buena noticia sobre el proyecto de Bush, hasta ahora carente de título, es la de que, al parecer, va a ser diferente del habitual abrillantamiento de la reputación del autor. En lugar de comenzar por el principio de su presidencia, con todas aquellas dudosas máquinas de votar de Florida, y avanzar cansinamente hasta el final, tremendamente impopular, se propone centrarse en las veinte decisiones más transcendentales que adoptó en la Casa Blanca. También se centrará en los momentos decisivos de su vida, como, por ejemplo, su decisión de dejar el alcohol y de elegir a Dick Cheney como su Vicepresidente.

La decisión de liberarse de su adicción a la bebida dice muchísimo a favor de Bush, su fuerza de voluntad y el apoyo de su esposa y su familia. Dar la espalda a una adicción nunca es fácil. Quienes lo hacen –en el caso de Bush ayudado por una fe religiosa cada vez más intensa– merecen solidaridad y aprobación.

La determinación de Bush nunca estuvo en entredicho ni su cordialidad... pese a su campechanía, ligeramente irritante, de hijo de papá. Tampoco creí yo nunca que el ex Presidente fuese un estúpido, crítica que le hicieron muchos de sus pares europeos, que no eran, a su vez, reyes filósofos precisamente.

El problema de Bush no era una falta de inteligencia, sino la carencia más absoluta de curiosidad intelectual. Se limitaba a atrincherarse en sus superficiales prejuicios y el resto del mundo había de encajar en ese estrecho terreno.

Entonces entró en escena Cheney. No cabe duda de que el de elegirlo fue un momento decisivo para Bush. ¿Se imagina el lector lo diferente que el mundo y las opiniones de la presidencia de Bush podrían haber sido, si hubiera elegido, por ejemplo, a Colin Powell o a John McCain como compañero de candidatura?

Lo que hizo Cheney fue alimentar los prejuicios de Bush y pasar a ocupar despiadada y enérgicamente el terreno de formulación de políticas dejado vacío por la indolencia del Presidente y la falta de influencia política de la Asesora de Seguridad Nacional Condoleezza Rice.

¿En qué creía Cheney? Pensaba que Ronald Reagan había demostrado que los déficits fiscales no importaban. Creía en el capitalismo –o al menos en apoyar a las grandes empresas y a los ricos–, si bien resulta más dudoso que entendiera cómo deben funcionar los mercados libres conforme al Estado de derecho. La ley nunca fue el fuerte de Cheney.

Era un defensor del poder americano, pese a que durante la época de Vietnam se las había ingeniado para no figurar en su extremo combativo, como los demás reclutados. Pensaba que el Presidente de los Estados Unidos debía saltarse los mecanismos de control del poder ejecutivo que figuran en la Constitución de los EE.UU., del mismo modo que su país no debía verse constreñido por norma internacional alguna. Las normas eran para los demás y, al final del período de desempeño de su cargo, su único desacuerdo público con Bush se refirió a la negativa del Presidente a conceder el perdón al ex jefe de gabinete de Cheney, Scooter Libby, convicto de perjurio.

La influencia de Cheney dio como resultado el sangriento desastre del Iraq, la humillación moral de Guantánamo, “el submarino” y las “entregas extrajudiciales”, la desesperación de los amigos y el desprecio de los críticos, un desfile de doble rasero con uniforme de gala por todo el planeta. Dick Cheney, malintencionado y partidista, fue uno de los vicepresidentes más poderosos de los Estados Unidos. No se me ocurre otro que hiciera tanto daño a los Estados Unidos en el interior y a su reputación en el exterior.

No es de extrañar que Bush considere la elección de Cheney una decisión tan decisiva. En política las ideas importan y, como Bush sólo tenía pocas y simplistas, se encontró con su programa modelado y dominado por su astuto substituto y adjunto. Eso fue lo que acabó fastidiándolo.

La presidencia de Bush fue desacreditada y hundida por el hombre al que tuvo la fatal ocurrencia de seleccionar para que trabajara por él. La mayor tragedia fue la de que tantos otros pagaran por ella un precio mucho mayor que Bush. “El costo de Dick Cheney”: tal vez ése debería ser el título de las memorias de Bush.

Fuente: www.project-syndicate.org

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