viernes, 31 de octubre de 2008

La muerte del consenso sobre la globalización

Por: Dani Rodrik

La economía mundial ya ha visto una vez el colapso de la globalización. La era del patrón oro, con su libre movilidad del capital y comercio abierto, llegó a un abrupto fin en 1914 y no se pudo resucitar tras la Primera Guerra Mundial. ¿Estamos por presenciar un quiebre económico similar en el mundo?

La pregunta no es ociosa. Aunque la globalización económica ha permitido alcanzar niveles de prosperidad sin precedentes en los países avanzados y ha beneficiado a cientos de millones de trabajadores pobres en China y otras zonas de Asia, se basa en cimientos inestables. A diferencia de los mercados nacionales, que tienden a apoyarse en instituciones políticas y normativas nacionales, los mercados globales sólo están “enmarcados débilmente”. No existe una autoridad antimonopolio, ni entidades crediticias globales como último recurso, ni una instancia normativa global, ni redes de seguridad globales, ni, por supuesto, una democracia global. En otras palabras, los mercados globales tienen poca calidad de gobierno y, por tanto, tienen poca legitimidad popular.

Los acontecimientos recientes han puesto de relieve la urgencia con que estos temas se debaten. La campaña presidencial en EE.UU. ha mostrado la fragilidad del apoyo al libre comercio en la nación más poderosa del mundo. La crisis de las “hipotecas basura” ha demostrado cómo la falta de coordinación y regulación internacionales puede exacerbar la fragilidad interna de los mercados financieros. El alza en los precios de los alimentos ha expuesto el lado menos amable de una interdependencia económica que no cuenta con esquemas globales de transferencias y compensaciones.

Mientras tanto, el aumento de los precios del petróleo ha elevado los costos del transporte, haciendo que los analistas se pregunten si la era de la tercerización no estará llegando a su fin. Y siempre está la Espada de Damocles del desastre del cambio climático, que bien puede ser la amenaza más seria que el mundo haya enfrentado jamás.

De manera que, si la globalización está en peligro, ¿quiénes son sus verdaderos enemigos? Hubo un tiempo en que las elites globales se podían reconfortar con el pensamiento de que la oposición al régimen comercial global estaba formada por anarquistas violentos, proteccionistas egoístas, sindicalistas y una juventud ignorante aunque idealista. Mientras tanto, se consideraban a ellos mismos como los verdaderos progresistas, ya que comprendían que proteger y desarrollar la globalización era el mejor remedio contra la pobreza y la inseguridad.

Sin embargo esa actitud confiada en si misma ha desaparecido del todo, para ser reemplazada por dudas, preguntas y escepticismo. También se han ido las protestas callejeras violentas y los movimientos de masas contra la globalización. Lo que es noticia estos días es la creciente lista de economistas tradicionales que cuestionan ahora los valores supuestamente imbatibles de la globalización.

Así, tenemos a un Paul Samuelson, autor del manual más característico de la economía de la era de posguerra, que recuerda a sus colegas economistas que las ganancias de China en la globalización bien pueden ocurrir a expensas de los Estados Unidos. Paul Krugman, el principal teórico actual sobre comercio internacional, argumenta ahora que el comercio con países de bajos ingresos ya no es demasiado pequeño como para tener un efecto sobre la desigualdad. Alan Blinder, ex vicepresidente de la Reserva Federal de EE.UU., se preocupa de que la tercerización internacional cause dislocaciones sin precedentes en la fuerza laboral estadounidense. Martin Wolf, columnista de Financial Times y uno de los promotores más coherentes de la globalización, escribe sobre su desilusión con la forma que ha terminado cobrando la globalización financiera, y Larry Summers, presidente del Tesoro de EE.UU. y “Señor Globalización” de la Administración Clinton, habla ahora sobre los peligros de la multiplicación de normativas nacionales y la necesidad de que existan estándares laborales internacionales.

Si bien estas inquietudes no equivalen al ataque frontal emprendido por personalidades como Joseph Stiglitz, economista ganador del Nóbel, de todos modos representan un cambio notable en el clima intelectual. Más aún, incluso quienes siguen convencidos de las bondades del modelo a menudo discrepan vehementemente acerca de la dirección que desearían que tomara la globalización.

Por ejemplo, Jagdish Bhagwati, el distinguido defensor del libre comercio, y Fred Bergsten, director del Instituto Peterson de Economía Internacional, institución adalid de la globalización, han estado al frente de la batalla argumentando que los críticos exageran demasiado los males de la globalización y siguen subestimando sus beneficios. Sin embargo, sus debates acerca de los méritos de los acuerdos de comercio regionales –a favor de los cuales está Bergsten, y con los que no está de acuerdo Bhagwati- son tan encendidos como las discrepancias de cada uno de ellos con los autores mencionados anteriormente.

Por supuesto, ninguno de estos intelectuales está contra la globalización. Lo que quieren no es deshacerla, sino crear nuevas instituciones y mecanismos de compensación –a nivel nacional o internacional- que la hagan más eficaz, justa y sostenible. Sus propuestas de políticas son a menudo vagas (si es que llegan a entrar en detalles) y concitan poco consenso. Pero la confrontación en torno a la globalización claramente ha pasado de las calles a las columnas de las publicaciones financieras y los rostros públicos de los centros de estudios tradicionales.

Este es un punto importante que deben comprender los adalides de la globalización, ya que a menudo se comportan como si el “otro lado” todavía estuviera compuesto por proteccionistas y anarquistas. Hoy la pregunta ya no es “¿Está en contra o a favor de la globalización?”, sino “¿Cuáles deberían ser las reglas de la globalización?”. Los verdaderos contendores de los entusiastas de la globalización hoy en día no son los jóvenes que arrojan piedras, sino sus propios colegas intelectuales.

Las tres primeras décadas desde 1945 estuvieron regidas por el consenso de Bretton Woods, un multilateralismo poco profundo que permitía que las autoridades a cargo de crear y aplicar las políticas se centrara en las necesidades sociales y de empleo locales, al tiempo que permitían que el comercio global se recuperara y prosperara. Este régimen fue sustituido en los años 80 y 90 por planes tendientes a una profundización de la liberalización y la integración económica.

Ya sabemos que este modelo no es sostenible. Para que la globalización sobreviva, necesitará un consenso intelectual que le sirva de apoyo. La económica mundial necesita con desesperación su nuevo Keynes.

Fuente: www.globalizacion.org

Vivir en un mundo no polarizado

Por: Richard N. Haass

El mundo actual no está dominado por una o dos o incluso varias potencias, sino que recibe las influencias de decenas de protagonistas estatales y no estatales que ejercen diversos tipos de poder. Un siglo XX dominado primero por unos pocos Estados, después, durante la Guerra Fría, por dos Estados y, por último, por la preeminencia americana al final de ella, ha dado paso a un siglo XXI en el que ninguno domina. Llamémoslo no polarizado.

Se ha debido a tres factores. Primero, algunos Estados han ganado poder junto con su poder económico; segundo, la mundialización ha debilitado el papel de todos los Estados al permitir a otras entidades acumular un poder considerable, y, tercero, la política exterior americana ha acelerado el relativo declive de los Estados Unidos respecto de los otros. El resultado es un mundo en el que el poder está cada vez más distribuido, en lugar de concentrado.

El surgimiento de un mundo no polarizado podría resultar más que nada negativo, al dificultar la aparición de reacciones colectivas ante amenazas regionales y mundiales apremiantes. La existencia de más encargados de adoptar decisiones dificulta su adopción. La falta de polaridad aumenta también el número y la gravedad potencial de las amenazas, ya se sean Estados delincuentes, grupos terroristas o milicias.

Aun así, si bien la falta de polaridad es inevitable, su carácter no lo es. Se puede –y se debe– hacer mucho para modelar el mundo no polarizado, pero el orden no surgirá por sí solo. Al contrario, abandonado a su propia inercia, un mundo no polarizado acabará empeorando con el tiempo.

Oponer resistencia a la propagación de las armas nucleares y materiales nucleares no protegidos puede ser tan importante como cualquier otro conjunto de compromisos. Si se crearan bancos de uranio enriquecido o de combustible gastado e internacionalmente administrados, los países podrían tener acceso a la energía nuclear, pero sin disponer del material necesario para fabricar bombas. Se podrían facilitar garantías de seguridad y sistemas defensivos a Estados que, de lo contrario, podrían verse obligados a crear sus propios programas nucleares para contrarrestar los de sus vecinos y se podrían aprobar sanciones contundentes para influir en el comportamiento de los Estados que podrían llegar a tener armas nucleares.

También la lucha contra el terrorismo es esencial para que el mundo no polarizado no se convierta en una moderna Edad Media. Hay muchas formas de debilitar las organizaciones terroristas existentes mediante la utilización de los servicios de inteligencia, los recursos encaminados a imponer el imperio de la ley y las capacidades militares, pero, si no se puede hacer nada para reducir el reclutamiento, se trata de una empresa condenada al fracaso.

Los padres, las figuras religiosas y los dirigentes políticos deben deslegitimar el terrorismo avergonzando a quienes lo adoptan y –lo que es más importante– los gobiernos deben buscar formas de integrar a los jóvenes que se sienten marginados en sus sociedades, lo que requiere una mayor libertad política y oportunidades económicas.

También el comercio puede ser una fuerza poderosa en un mundo no polarizado, al brindar a los Estados un interés en evitar los conflictos, contribuir al aumento de la riqueza y fortalecer los cimientos del origen político interno… con lo que también reducirán las posibilidades del fracaso estatal. Para ello, se debe aumentar el ámbito de aplicación de la Organización Mundial del Comercio mediante la negociación de futuros acuerdos mundiales que reduzcan las subvenciones y los obstáculos arancelarios y no arancelarios.

Un nivel similar de actuación puede ser necesario para velar por que continúen las corrientes de inversión. El objetivo debe ser la creación de una Organización Mundial de Inversiones, que, al fomentar las corrientes transfronterizas de capital, reduciría al mínimo el riesgo de que “el proteccionismo en materia de inversión” impida actividades que, como el comercio, son económicamente beneficiosas y crean bastiones políticos contra la inestabilidad. Una OMI podría fomentar la transparencia por parte de los inversores, determinar cuándo es la seguridad nacional una razón legítima para prohibir o limitar la inversión y crear un mecanismo de solución de controversias.

También será necesario adoptar más medidas para impedir el fracaso de los Estados y abordar sus consecuencias. Los EE.UU y otros países desarrollados deben aumentar sus capacidades militares para afrontar el tipo de amenazas que se plantean en el Iraq y en el Afganistán, además de crear un fondo común de talento y experiencia para prestar ayuda con las tareas básicas de creación de naciones. También será esencial una mayor asistencia económica y militar para aumentar la capacidad de los Estados a fin de que cumplan sus deberes para con sus ciudadanos y vecinos.

El multilateralismo será decisivo en un mundo no polarizado. Ahora bien, para que dé resultados positivos, se debe readaptar con vistas a incluir entidades distintas de las grandes potencias. Se deben reconstituir el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y el G-8 para que reflejen el mundo actual y no el posterior a la segunda guerra mundial y se deberá examinar la posibilidad de una participación de copartícipes no estatales en las organizaciones y los procesos multilaterales.

Puede que el multilateralismo deba ser menos amplio y firme, al menos al principio. Se necesitarán redes junto a las organizaciones. Conseguir que todo el mundo asienta sobre todo será difícil; en su lugar, debemos estudiar la posibilidad de lograr acuerdos entre menos partes y con fines menos ambiciosos.

A ese respecto el comercio es en cierto modo un modelo, en la medida en que los acuerdos bilaterales y regionales están colmando el vacío creado por el fracaso de las negociaciones sobre una ronda comercial mundial. Lo mismo es aplicable al cambio climático: un acuerdo sobre ciertos aspectos del problema (por ejemplo, la desforestación) o concertado sólo por algunos países (los mayores emisores de carbono, por ejemplo) puede ser viable, mientras que puede no ser un acuerdo en el que participen todos los países y encaminado a resolver todos los problemas.

Es probable que el multilateralismo a la carta esté a la orden del día. No es precisamente lo óptimo, pero en un mundo no polarizado, lo mejor muy bien puede resultar enemigo de lo posible.

Fuente: project-syndicate.org

Comercio libre con rostro humano

Por: Jorge G. Castañeda

Aunque muchos americanos creen que la inmigración es un asunto interno que se debe excluir de las negociaciones con otros gobiernos, no es eso lo que opinan otras naciones... ni los Estados Unidos. De hecho, este país negoció su primer acuerdo sobre inmigración en 1907, mantuvo durante más de dos decenios un polémico tratado con México sobre la inmigración y ha seguido celebrando conversaciones y concertando acuerdos incluso con Fidel Castro desde comienzos del decenio de 1960.

Para muchas naciones latinoamericanas y no sólo para México, la inmigración es el asunto más importante en sus relaciones con los Estados Unidos. Todas las islas del Caribe tienen una proporción igualmente importante de sus ciudadanos que residen en los EE.UU. y dependen tanto como México de sus transferencias. Lo mismo es aplicable a gran parte de la América central y ninguna zona de Sudamérica está exenta de esa tónica.

De modo que casi toda la América latina se ve profundamente afectada por el ambiente actual en materia de inmigración en los EE.UU. y se beneficiaría en gran medida del tipo de reforma general de la inmigración que tanto John McCain como Barack Obama han apoyado. En la América latina se considera hipócrita y ofensiva la lamentable decisión del gobierno de Bush de construir alambradas a lo largo de la frontera entre los Estados Unidos y México, hacer redadas en los lugares de trabajo y en las viviendas y detener y deportar a los extranjeros indocumentados. Se trata de una cuestión tanto más dolorosa y decepcionante cuanto que la mayoría de los ministros latinoamericanos de Asuntos Exteriores saben más que de sobra que esas actitudes son pura política y nada más.

Todo el mundo sabe que una reforma viable de la inmigración en los EE.UU. entrañará: un fortalecimiento de la seguridad en la frontera, pero también la apertura de puertas en los muros que ahora se están construyendo, la legalización, con multas y condiciones rápidas y sensatas, de los 15 millones de extranjeros, más o menos, que se encuentran ilegalmente en el país y la creación de un programa relativo a los trabajadores migrantes o temporales que permita a un número suficiente de extranjeros satisfacer las necesidades en aumento de la economía estadounidense, con la posibilidad de hacer visitas periódicas a sus países y de obtener la residencia permanente en los EE.UU.

Un segundo componente es la voluntad política y el calendario. Bush acertó al principio: su disposición a negociar un acuerdo de inmigración con México al comienzo de su mandato probablemente fuera la única forma de conseguirlo. Actuar rápidamente probablemente sea la única forma como el próximo presidente puede triunfar también en ese frente.

Para que la inmigración pase a ser un asunto menos candente, los EE.UU. deben abordar las necesidades de las economías de la América latina. A ese respecto, uno de los problemas principales que afrontará el nuevo gobierno de los EE.UU. serán los acuerdos vigentes y pendientes de libre comercio entre los EE.UU. y la América latina.

Si resulta elegido John McCain, no es probable que se revisen y se retoquen el NAFTA, el CAFTA y los acuerdos de libre comercio con Chile y el Perú, como ha propuesto Barack Obama, pero, dada la probabilidad de que los demócratas conserven sus mayorías en el Congreso de los EE.UU., incluso McCain tendría que modificar el acuerdo con Colombia para lograr su aprobación, con lo que aumentaría la presión para incluir disposiciones similares en los otros acuerdos.

Si la recesión se prolonga y los americanos siguen acusando –erróneamente– a los acuerdos comerciales del aumento del desempleo, la reducción de los salarios y la enorme desigualdad, aumentará la oposición a ellos. En lugar de esperar a que aumente la presión, el próximo presidente haría bien en adelantarse con un ambicioso programa de reforma del libre comercio que beneficie a todos.

A ese respecto, los EE.UU. podrían aprender de la Unión Europea. Los tratados comerciales americanos han recibido críticas por estar limitados al comercio. La respuesta siempre ha sido ésta: los EE.UU. no son Europa ni están dedicados a la creación ni la reconstrucción de naciones, pero eso es precisamente lo que hizo –y con éxito– con el Plan Marshall posterior a 1945 y está haciendo –sin éxito– con el Iraq y el Afganistán.

En primer lugar, se deben incluir cláusulas claras y explícitas relativas a los derechos humanos y a la democracia, semejantes a las que figuran en los tratados de asociación económica de México y Chile con los Estados Unidos. En segundo lugar, hacen falta disposiciones más concretas sobre la mano de obra, el medio ambiente, la igualdad de los sexos y los derechos indígenas, además de disposiciones antimonopolísticas y reguladoras y sobre la reforma judicial por razones tanto de principio como de conveniencia política.

Aunque ha habido enormes mejoras en la mayoría de esos sectores, sigue siendo necesario un programa enorme, en particular en lo relativo al desmantelamiento o la regulación de los monopolios –públicos, privados, comerciales y sindicales– que padecen casi todos los países de la región.

Dichos acuerdos revisados deben comprender disposiciones audaces e ilustradas sobre fondos para infraestructuras y de “cohesión social”, pues son los que pueden garantizar un verdadero éxito, en lugar de ir arreglándoselas como se pueda. Los partidarios del libre comercio no deben considerar la petición de Obama de revisar esos acuerdos como un error, sino como una oportunidad de mejorarlos y profundizarlos; los partidarios de McCain no deben ver la incorporación de todas las inclusiones antes citadas como “tonterías europeas”, sino como una forma de reducir el desfase entre la promesa de los acuerdos y sus resultados efectivos.

La mejora de las infraestructuras, la educación y el Estado de derecho de México y de la América central o de las medidas colombianas y peruanas encaminadas a hacer cumplir la legislación sobre el tráfico de drogas y el respeto de la legislación laboral y de los derechos humanos redundarán en provecho de los Estados Unidos y los acuerdos de libre comercio pueden contribuir al éxito de dichas medidas y no al contrario.

Si los EE.UU. y la América latina pueden afrontar juntos los problemas en materia de comercio e inmigración, el próximo presidente de los EE.UU. puede dejar una marca mayor en la relación hemisférica que ningún dirigente americano de las tres últimos generaciones.

Fuente: www.project-syndicate.org

jueves, 30 de octubre de 2008

¿Sale ganando China con los problemas de Estados Unidos?

Por: John Delury

En sus esfuerzos por que se aprobara un plan de rescate del sistema financiero estadounidense, la administración Bush y sus autoridades invocaron el espectro de la Gran Depresión de 1930. Sin embargo, para la mayoría de los asiáticos el Armagedón económico es mucho más reciente.

La crisis financiera asiática de hace una década puso de rodillas a bancos, corporaciones y gobiernos. La chispa que encendió la hoguera fue el colapso del baht tailandés en el verano de 1997. Pronto el contagio barrió el Este asiático, y los efectos perniciosos de las devaluaciones en serie llegaron a países tan lejanos como Rusia y Brasil. Fue el punto final de los prolongados "milagros económicos" de Corea del Sur y Hong Kong, así como del fuerte crecimiento en Indonesia y Tailandia.

La lección central que dejó esa crisis fue mantener grandes reservas en moneda extranjera, que se convirtió en un virtual artículo de fe entre los gobiernos del Este asiático. En los años 90, las economías de rápido crecimiento de Asia mantenían pequeñas reservas, a pesar de las crecientes exportaciones y la inversión extranjera. Una vez que comenzó la caída en espiral en 1997, la falta de reservas de los gobiernos limitó su capacidad de rescatar los bancos afectados, obligándolos a recurrir a instituciones internacionales.

Sin embargo, el rescate del Fondo Monetario Internacional llegó con condiciones, como exigencias de una más rápida liberalización del mercado de capitales que produjo la crisis en primer lugar. De hecho, lo que Occidente llama la "crisis financiera asiática" se conoce en Asia como la "crisis del FMI". La humillación política y la frustración económica de enfrentar los imperativos del FMI confirmó la importancia central de mantener grandes reservas, como asunto no sólo de estabilidad de la moneda, sino de soberanía económica.

Una economía asiática salió relativamente inerme de la crisis de 1997-1998: China. Esto se explica por varias razones, pero las más importantes son el hecho de que ya había amasado más de 100 mil millones de dólares en reservas y que se negó a revaluar su moneda cuando la crisis estalló.

Desde entonces, China ha impulsado un dinámico modelo de desarrollo económico caracterizado por un rápido crecimiento, exportaciones y un fuerte nivel de inversiones. Al poner límite al tipo de cambio y producir mucho más de lo que consume, las reservas de China crecieron enormemente, llegando a la marca del billón de dólares en 2005. Incluso después de que China (bajo presión de las autoridades del Tesoro de EE.UU.) dejara que el yuan flotara parcialmente en 2005, las reservas siguieron creciendo cerca de 200 mil millones al año. A lo largo del último año y medio, llegaron al 1,8 billón de dólares, con mucho las mayores del mundo.

Probablemente el estado chino no ha poseído tantas riquezas desde los dorados días del Imperio Qing, cuando la insaciable demanda europea de porcelana, te y seda inundaron los cofres del gobierno central de Beijing con lingotes de plata. Sin embargo, la paradoja es que las reservas de hoy no son riquezas reales que se puedan utilizar para estimular la economía local. En lugar de ello, principalmente garantizan la deuda estadounidense.

Incluso antes de que Wall Street comenzara a perder el rumbo, había consenso en China de que sus reservas habían crecido mucho más de lo necesario para evitar otra crisis al estilo de 1997. Se intensificaron los llamados a que se implementara una estrategia de inversiones más diversificada. Después de todo, invertir en bonos del Tesoro de EE.UU. era una manera segura de sufrir pérdidas, considerando la brecha entre su modesto rendimiento y la constante apreciación del yuan.

Con la creación hace un año de un fondo soberano de inversión de 200 millones de dólares, la China Investment Corporation, Beijing se posicionó para una mayor inversión en acciones (aunque sus primeras inversiones, el Blackstone Group y Morgan Stanley, fueron muy criticadas). El economista Andy Xie, que había trabajado en Morgan Stanley, propuso la semana última que China cambiara sus activos en dólares por acciones en compañías estadounidenses a gran escala, desafiando a Estados Unidos a que superara su xenofobia financiera para evitar un desastre por insuficiencia de capital.

Sin embargo, muchos en China, desde blogueros nacionalistas a activistas por la justicia social, hacen una crítica más profunda a la enorme acumulación de reservas. ¿Por qué vincular así el capital chino a la economía de deuda y consumo de Estados Unidos, cuando en el país hay tantas necesidades a las que todavía hay que dar respuesta? Hasta 1985, China era una de las sociedades más igualitarias del mundo. Hoy sufre de una de las mayores brechas entre quienes tienen y quienes no. El capitalismo al estilo chino muestra hoy su distancia con respecto a una de las enseñanzas básicas de Confucio: no te preocupes de la pobreza, advirtió, sino de la desigualdad.

La infraestructura física china en las ciudades centrales en auge está sufriendo una radical modernización, pero la infraestructura social y ambiental está cayendo a pedazos, especialmente en el interior y para la enorme población rural. Durante años, el gobierno central ha hablado de crear “armonía social”, con un nuevo tipo de sistema de servicios médicos cooperativos para áreas rurales”, destinando un 4% del PGB a educación y eliminando costes de matrícula en las escuelas, e implementando modelos de “desarrollo sostenible”.

Las promesas son grandilocuentes, pero las acciones aún no llegan a su altura. Y los costes económicos de un acceso más limitado a la salud y la educación, además de la escasez de aire limpio y agua potable, afectarán el desarrollo económico de medio y largo plazo.

En los años venideros, el desafío para China será ir retirando su inversión en la deuda estadounidense y comenzar a invertir en la salud, la educación y el bienestar de su propio pueblo. A fin de cuentas, hacer crecer la economía a un índice promedio anual de 10% parece haber sido la parte fácil.

Fuente: www.project-syndicate.org

lunes, 27 de octubre de 2008

Adam Smith y Karl Marx dialogan sobre el desplome del actual capitalismo financiero

Por: Antoni Domènech

Karl.- ¿Viste, viejo, que este chico, Joseph Stiglitz, anda diciendo por ahí que el colapso de Wall Street equivale al desplome del muro de Berlín y del socialismo real?

Adam.- No es para estar contentos, ni tú ni yo. Y tú, menos aún que yo, Carlitos.

Karl.- Hombre, a cuenta del suicidio del capitalismo financiero, mi nombre vuelve a estar en boga, mis libros, según informa The Guardian, se agotan. Hasta los más conservadores, como el ministro de finanzas alemán, reconocen que en mi teoría económica hay algo que aún merece la pena tener en cuenta…

Adam.- … no me vengas ahora con mezquinas vanidades académicas post mortem, Carlitos, que en vida jamás te abandonaste a ellas. Yo hablo en un sentido más fundamental, más político. Ninguno de los dos puede estar contento, y, te repito, tú menos todavía que yo.

Karl.- ¿Y eso?

Adam.- El “socialismo real” que se construyó en tu nombre no tenía nada que ver contigo. Pero al menos, tú sí que te llamaste “socialista”. Yo, en cambio, ¡ni siquiera me llamé nunca a mí mismo “liberal”! Eso del “liberalismo” es una cosa del siglo XIX (la palabra, como sabes, la inventaron los españoles en 1812), y van y me lo endosan a mí, un tipo que murió oportunamente en 1793. ¡Es ridículo! ¿Cómo va a afectarme eso?

Karl.- Ya veo por dónde vas. Quieres decir que ni el desplome del muro de Berlín ni el colapso del capitalismo financiero en 2008 tienen mucho que ver ni contigo ni conmigo, pero que, aun así, nos cargan el muerto.

Adam.- Exactamente. Pero en tu caso es peor, Carlitos: porque tú sí te dijiste socialista, y el socialismo real, quieras que no, contaminó al ideario socialista. A mí me importa un higo que fracase el “liberalismo”, cualquier liberalismo. No tendré que explicarte a ti, precisamente, uno de mis discípulos más inteligentes, que ni mi teoría económica ni mi filosofía moral tenían nada que ver con el tipo de ciencia económica, positiva y normativa, que empezó a imponerse en tus últimos años de vida, eso que tú aún alcanzaste a llamar “economía vulgar” y que tanto gustó a los liberales de impronta decimonónica.

Karl.- Desde luego; tú y yo fuimos aún clásicos. Luego vino esa caterva vulgar de neoclásicos, incapaces de distinguir nada.

Adam.- Por ejemplo, entre actividades productivas e improductivas, entre actividades que generan valor y riqueza tangible y actividades económicas que se limitan a recoger rentas no ganadas (rentas derivadas de la propiedad de bienes raíces, rentas derivadas de los patrimonios financieros, rentas resultantes de operar en mercados no-libres, monopólicos u oligopólicos). Nunca ha dejado de impresionarme la agudeza con que elaboraste críticamente algunas de estas distinciones mías, por ejemplo, en las Teorías de la plusvalía.

Karl.- Es evidente. Tú hablaste repetidas veces de la necesidad imperiosa de intervenir públicamente en favor de la actividad económica productiva. Eso es lo que para ti significaba “mercado libre”; nada que ver con el imperativo de parálisis pública de los liberales y de los economistas vulgares, incapaces de distinguir entre actividad económica generadora de riqueza y actividad parasitaria buscadora de rentas.

Adam.- En mi mercado libre los beneficios de las empresas de verdad competitivas y productivas y los salarios de los trabajadores de esas empresas ni siquiera tendrían que tributar. En cambio, para mantener un mercado libre en mi sentido, los gobiernos tendrían que matar a impuestos a las ganancias inmobiliarias, a las ganancias financieras y a todas las rentas monopólicas…

Karl.- … es decir, a todo lo que, después de darme a mí por perro muerto, y en tu nombre, Adam, ¡en tu nombre!, se ha hecho que dejara prácticamente de pagar impuestos en los últimos 25 años. ¡Hay que joderse!

Adam.- ¡Hay que joderse, Carlitos! Porque lo que yo dije es que una economía verdaderamente libre, al tiempo que estimulaba la producción de riqueza tangible, podía generar, gracias entre otras cosas a un tratamiento fiscalmente agresivo del parasitismo rentista y de su pseudoriqueza intangible, amplios caudales públicos que podrían ser destinados a servicios sociales, a la promoción del arte y de la ciencia básica –que es, como el arte, incompatible con el lucro privado—, a establecer una renta básica universal e incondicional de ciudadanía, como quería mi coetáneo Tom Paine, etc. Ya ves, Carlitos, yo, que no pasé de ser un modesto republicano whig de mi tiempo, ahora, si no me falsificaran cuatro profesorcillos más perezosos aún que ignorantes, y si se me leyera con conocimiento histórico de causa, hasta podría pasar por un peligrosísimo socialista de los tuyos. Y te diré, si ha de quedar entre nosotros, que, visto lo visto, la vuestra me resulta una compañía bastante grata…

Karl.- En realidad, toda tu ciencia, como la de tantos republicanos atlánticos de tu generación, estaba puesta al servicio del principio enunciado por el gran florentino malfamado, a saber: que no puede florecer la libertad republicana en ningún pueblo que consienta la aparición de magnates y gentilhuomini, capaces de desafiar a la república. Y si lo ves así, la falsificación en tu caso es aún peor que en el mío: el “socialismo real” abusó aberrantemente de la palabra “socialismo”, dando pie a la refocilación general de todos mis enemigos; ¡pero es que tú ni siquiera llegaste a enterarte de qué era eso del “liberalismo”!

Adam.- Quien no se consuela es porque no quiere, Carlitos. Lo cierto es que lo que ha pasado en los 30 últimos años en el mundo va en contra de todo lo que tú y yo, como economistas y como filósofos morales, queríamos. Mira a estos pobres españoles, inventores del término “liberalismo”. A ti y a mí nos importaba, sobre todo, la distribución funcional del producto social (eso que ahora tratan de medir con el PIB): pues bien, la proporción de la masa salarial en relación al PIB no ha dejado de bajar en España, y ha seguido bajando incluso después de que volviera a asumir el gobierno en 2004 un partido sedicentemente marxista hasta hace muy poco…

Karl.- Sí, sí, un horror. Pero el caso es que cuando estos chicos, supuestamente, me dejaron a mí por ti, y pasaron a llamarse “social-liberales” a comienzos de los 80, lo que hicieron fue una cosa que te habría puesto a ti también los pelos de punta. Fíjate que no sólo retrocedió la proporción de la masa salarial en relación con el PIB, sino que, en la España del pelotazo y el enrichisez-vous de Felipe González, lo mismo que en la Argentina de “la pizza y el champán” de Menem y en casi todo el mundo, los beneficios empresariales propiamente dichos empezaron a retroceder también en relación con la parte que en el PIB desempeñaban las rentas inmobiliarias, las rentas financieras y las rentas monopólicas…

Adam.- ¡Cómo nos han jodido, Carlitos!

Karl.- No desesperes, Adam. La historia es caprichosa, y ¿quién sabe?, a lo mejor, ahora, hasta empiezan a tomarnos en serio. Fíjate que le acaban de dar el Premio Nobel a un chico bastante espabilado que desde hace años estudia la competición monopólica y rescata a Chamberlain y a Keynes, esos muchachos que al menos se esforzaron por entendernos, a ti y a mí, en los años 30 del siglo XX y que querían proceder a la “eutanasia del rentista”…

Adam.- Yo fui un republicano whig bastante escéptico, Carlitos. No viví el movimiento obrero del XIX y del XX y la epopeya de su lucha por la democracia. No puedo entregarme tan fácilmente al Principio Esperanza de aquel famoso discípulo tuyo, ahora, por cierto, casi olvidado.

Fuente: http://www.sinpermiso.info

jueves, 23 de octubre de 2008

Nuevo orden geopolítico mundial: fin del Acto Primero

Por: Immanuel Wallerstein

Sería un error subestimar la importancia del acuerdo que el 9 de septiembre tomaron Nicolas Sarkozy de Francia, en su capacidad de actual presidente de la Unión Europea (UE), y Dimitri Medvedev, presidente de Rusia. Es un acuerdo que marca el fin definitivo del Acto Primero del nuevo orden geopolítico mundial.

¿Qué se decidió? Los rusos accedieron a retirar todas sus tropas de lo que se conocen como “áreas centrales de Georgia”, o “Georgia, propiamente”, es decir, las partes de Georgia que los rusos reconocen como Georgia. Estas tropas están siendo remplazadas por 200 monitores de la UE, y es algo que se emprende con base en las garantías ofrecidas por la UE de que no habrá ningún uso de fuerza contra Osetia del Sur y Abjazia.

El asunto del reconocimiento ruso a la independencia de Osetia del Sur y Abjazia se ha dejado abierto por completo. Sarkozy y el ministro de Relaciones Exteriores de la UE, Javier Solana, “esperan” que en el futuro Rusia permita que los monitores de la UE entren en estas áreas. El ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, dijo que no hacen tal promesa y que “todo arreglo de supervisión futura requerirá de la ratificación de los gobiernos de Osetia del Sur y Abjazia”. Lavrov dijo que las tropas rusas se mantendrían en ambas áreas “en el futuro previsible”. Y aunque el secretario del Consejo de Seguridad Nacional de Georgia, Alexander Lomaia, aplaudió las claras fechas límites para la retirada rusa de la Georgia “propiamente dicha”, anotó que era “mala noticia que [el acuerdo] no se refiriera a la integridad territorial [de Georgia]”.

Este acuerdo fue alcanzado por Europa y Rusia, y Estados Unidos no jugó ningún papel diplomático en lo absoluto. Medvedev acusó a Estados Unidos de haber dado su bendición a la acción original georgiana de invadir Osetia del Sur. Dijo que, por el contrario, los europeos son “nuestros socios naturales, nuestros socios clave”.

El presidente de Georgia recibió mucho aliento de John McCain, y el vicepresidente Cheney voló ahí para decir que Estados Unidos daría mil millones de dólares en asistencia para la reconstrucción de Georgia. Pero el secretario de Defensa, Robert Gates, al explicar por qué esta ayuda no incluía asistencia militar y por qué no habría sanciones económicas contra Rusia, dijo: “si actuamos muy precipitadamente, podemos ser nosotros quienes quedemos aislados”.

Así que, ¿cuál es el fondo del asunto? Rusia consiguió en Georgia más o menos lo que quiso. Su reconocimiento “irrevocable” de Osetia del Sur y Abjazia es algo que tal vez pueda canjear en el futuro por un viraje básico en las relaciones de Georgia con Rusia. Si no, no. El hecho es que Europa cree que necesita reconciliarse con Rusia y ha descartado reanudar lo que los chinos llaman “la guerra civil europea”.

Estados Unidos se percata de que no tiene cartas reales con qué jugar. Entre tanto, en Medio Oriente sus aliados más cercanos lo rechazan públicamente. En Irak, el primer ministro Maliki se ha vuelto un negociador muy rudo en torno a la continuada presencia de las tropas estadunidenses, y no es imposible que, si Estados Unidos no hace más concesiones importantes, los acuerdos actuales que terminan el 31 de diciembre simplemente se agoten.

En Afganistán, el presidente Karzai está tan exasperado con las misiones de bombardeo de las tropas especiales estadunidenses que ha exigido “una revisión de la presencia de tropas estadunidenses y de la OTAN en el país”, en lo que CBS News llama un “discurso de palabras ásperas”. La provocación inmediata fue un ataque aéreo en Azizabad que el ejército estadunidense alega que dejó pocas bajas y que estaba dirigido contra los talibanes. Los afganos insisten en que no había talibanes ahí y que un gran número de civiles fue asesinado. Cuando los funcionarios de Naciones Unidas y otros dieron credibilidad a la versión afgana, el general estadunidense de mayor rango en Afganistán, David McKiernan, se retractó de la posición estadunidense e hizo un llamado a que se emprendiera una investigación estadunidense de alto nivel, a cargo de un general venido de Estados Unidos.

Y en Pakistán, el presidente Bush autorizó la persecución álgida de los talibanes de Afganistán a Pakistán, contraviniendo la advertencia del Consejo Nacional de Inteligencia de que esto conllevaría “un alto riesgo de desestabilizar más al gobierno y al ejército paquistaníes”. La incursión consiguió lo que el New York Times llama “una declaración inusualmente fuerte” del jefe del ejército paquistaní, el general Asfaq Kayani, quien dijo que sus fuerzas defenderían la soberanía paquistaní “a toda costa”. Dado que el gobierno estadunidense ha considerado al general Kayani como su fuerte simpatizante en Pakistán, esto no es exactamente lo que Estados Unidos quería escuchar.

Así que, ignorado en Georgia, y atacado por sus aliados más cercanos en Irak, Afganistán y Pakistán, Estados Unidos se encuentra algo descontento por cómo entra en las realidades del mundo posterior a la guerra fría, en el cual tiene que jugar con reglas nuevas que le resultan muy poco de su agrado.

Entre tanto, como nota al margen, irónica y no carente de importancia, el 10 de septiembre se celebró en Ginebra un importante desarrollo de la física de partículas, cuando el laboratorio de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (conocido como CERN, por sus siglas en francés) logró un avance científico importantísimo después de 14 años de trabajo y un gasto de 8 mil millones de dólares. Fue un momento tan importante en la ciencia mundial que sus contrapartes estadunidenses en el Fermilab de Batavia, Illinois, abrieron botellas de champaña a las 4:38 de la mañana para celebrar. Sin embargo, Pier Oddone, el director del Fermilab, admitió que era un “momento agridulce”. Hasta 1993, Estados Unidos era la autoridad en la física de partículas. Ese año, el Congreso estadunidense, inundado de confianza en sí mismo por haber “ganado” la guerra fría, consideraba que resultaba muy costoso construir el tipo de supercolisionador necesario para este avance de la física de partículas –ahora que geopolíticamente era ya algo innecesario. Los europeos tomaron una decisión muy diferente y Estados Unidos se halla ahora en un segundo lugar aquí también.

Llamo a esto el fin del Acto Primero porque ha sellado la realidad de una arena geopolítica verdaderamente multilateral. Por supuesto, hay otros actos por venir. Y cualquier amante del teatro sabe que el Acto Primero meramente establece quiénes son los actores. Es en el Acto Segundo donde vemos lo que ocurre realmente. Y luego ocurre el Acto Tercero con el desenlace.

Fuente: La Jornada (México)

¿Qué tan a la izquierda se ha movido América Latina?

Por: Immanuel Wallerstein

Todo mundo parece concordar en que América Latina se ha movido hacia la izquierda en el periodo posterior al año 2000. ¿Pero qué significa esto?

Si uno mira las elecciones por toda América Latina, los partidos a la izquierda del centro han ganado en un gran número de países desde el año 2000 –las más notables son las de Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Ecuador, Venezuela, Nicaragua y más recientemente Paraguay. Hay por supuesto importantes diferencias entre las situaciones imperantes en estos países. Algunos de estos gobiernos parecen estar muy cerca del centro. Otros se expresan en un lenguaje más revolucionario. Y hay algunas excepciones –notablemente Colombia, Perú y México (aunque en México, el gobierno conservador ganó las últimas elecciones con más o menos el mismo grado de legitimidad que Bush al ganar las elecciones de 2000 en Estados Unidos). La cuestión real no es si América Latina se ha movido hacia la izquierda sino qué tan a la izquierda se ha movido.

Me parece que hay cuatro diferentes tipos de evidencia que uno podría invocar para decir que América Latina se ha movido a la izquierda. El primer tipo es que todos estos gobiernos, de una u otra manera han buscado distanciarse de Estados Unidos en un grado o en otro. En todos estos casos el gobierno de Bush habría preferido que ganaran sus oponentes electorales. En el pasado, Estados Unidos tendía a trabajar para lograr su remplazo, de hecho su derrocamiento. Pero la decadencia del poderío estadunidense en el sistema-mundo, y en particular la preocupación de Estados Unidos por las guerras que viene perdiendo en Medio Oriente, le han secado la energía política con la que previamente se movía decididamente en América Latina. Una evidencia de esto es el fallido golpe de Estado contra Chávez en 2002.

¿Cómo fue que estos gobiernos pusieron distancia entre ellos y Estados Unidos? Hay varias formas. En 2003, Estados Unidos fue incapaz de persuadir a los dos miembros latinoamericanos del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de que respaldaran la resolución que buscaba legitimar la invasión estadunidense a Irak. En la última elección para secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), perdió el candidato apoyado por Estados Unidos, lo cual nunca había ocurrido en la historia de la OEA. Y cuando el único amigo seguro de Estados Unidos en la América Latina de hoy, Colombia, se metió en un pleito grave con Venezuela y Ecuador, los otros Estados latinoamericanos se pusieron, de hecho, del lado de Ecuador y Venezuela. Ecuador se está rehusando ahora a renovar el acuerdo relativo a la base militar estadunidense localizada ahí.

El segundo tipo de evidencia de una tendencia hacia la izquierda es el agudo aumento en la importancia política y el poder de los movimientos indígenas por toda América Latina –sobre todo en México, Ecuador, Bolivia, y Centroamérica. Las poblaciones indígenas de todo el continente han sido los actores más oprimidos de la población y en gran medida se les ha mantenido al margen de las estructuras políticas. Pero ahora tenemos a un presidente indígena en Bolivia, que representa una revolución social genuina. La fuerza de estos movimientos en la zona andina y en las áreas mayas de México y Centroamérica ha sido un factor importante en su política, un factor que es perdurable.

El tercer tipo de evidencia ha sido la supervivencia, de hecho un resurgimiento, de la teología de la liberación. El Vaticano se movió para suprimir estos movimientos durante los últimos tres papados, con por lo menos el mismo vigor que Estados Unidos utilizara contra los gobiernos de izquierda en los cincuenta y sesenta. Los teólogos fueron silenciados y los obispos simpatizantes han sido remplazados cuidadosamente por unos que claramente no simpatizan. No obstante, los movimientos católicos inspirados en la teología de la liberación siguen floreciendo en Brasil. Los presidentes de Ecuador y Paraguay han emergido de esa tradición. Y los progresos de los grupos protestantes evangélicos en América Latina pueden estar moviendo al Vaticano y lo hacen más tolerante hacia los teólogos de la liberación, quienes al menos son católicos y que podrían ayudar a frenar esta pérdida de creyentes de la Iglesia.

Finalmente, Brasil ha logrado un éxito razonable en convertirse en el líder del bloque regional sudamericano. Esto puede no ser en sí mismo un movimiento hacia la izquierda. Pero en el contexto de un proceso mundial de multipolarización, el establecimiento de tales zonas regionales no sólo debilita el poder de Estados Unidos sino de todo el Norte en términos de las relaciones Norte-Sur. El liderazgo de Brasil entre los países del llamado G-20 ha sido un factor importante en destripar la posibilidad de que la Organización Mundial de Comercio implemente una agenda neoliberal.

Entonces, ¿qué suma todo esto? Ciertamente no una “revolución” en el sentido tradicional del término. Lo que significa es que el punto medio de la política latinoamericana, el locus del “centro”, se ha movido considerablemente a la izquierda de donde estaba hace apenas diez años. Esto debe ponerse en el contexto de un movimiento mundial. Este viraje hacia la izquierda está ocurriendo en Medio Oriente y en Asia Oriental también. De hecho, ocurre también en Estados Unidos. El impacto de la recesión económica, que probablemente pronto se vuelva aun más severa, sin duda empujará todavía más estas tendencias.

¿Habrá alguna reacción de las fuerzas de la derecha? Sin duda las habrá. En América Latina vemos el intento de las regiones más acaudaladas y más “blancas” por escindirse de Bolivia y salirse de por debajo de las poblaciones indígenas mayoritarias que finalmente lograron el poder en el gobierno central. Políticamente estamos ante tiempos frágiles, en América Latina y en otras partes. Pero en América Latina, la izquierda está en una posición mucho más fuerte para enfrentar estas batallas hoy que hace medio siglo.

Fuente: La Jornada (México)

La depresión, una visión a largo plazo

Por: Immanuel Wallerstein

La depresión ya empezó. Algo cohibidos, los periodistas siguen preguntándole a los economistas si será que tal vez sólo estamos entrando a una mera recesión. No lo crean ni por un minuto. Estamos ya en el comienzo de una depresión mundial de gran envergadura con desempleo masivo en casi todas partes. Puede asumir la forma de una deflación nominal clásica, con todas sus consecuencias negativas para la gente común. Es un poquito menos probable que asuma la forma de inflación galopante, que es simplemente otro modo en que los valores se desploman, y que es incluso peor para la gente común.

Por supuesto que todo el mundo se pregunta qué fue lo que disparó esta depresión. ¿Serán los instrumentos derivados, que Warren Buffett llama “armas financieras de destrucción masiva”? ¿O son acaso las hipotecas de segundo grado? ¿O los especuladores del petróleo? Jugar a las culpas no tiene importancia real. Eso es concentrarse en el polvo, como Fernand Braudel le llamaba, de los eventos de corta duración. Si queremos entender lo que está ocurriendo necesitamos echar un vistazo a otras dos temporalidades, que son mucho más reveladoras. Una es la de los vaivenes cíclicos de media duración. La otra es aquella de las tendencias estructurales de larga duración.

La economía-mundo capitalista ha tenido, durante varios cientos de años, por lo menos, dos formas importantes de vaivenes cíclicos. Uno son los llamados ciclos de Kondratieff que históricamente tenían una duración de unos 50-60 años. Y otros son los ciclos hegemónicos que son mucho más largos.

En términos de los ciclos hegemónicos, Estados Unidos fue un contendiente emergente de dicha hegemonía por ahí de 1873, logró su dominación hegemónica en 1945 y ha ido declinando desde los años 70. Las locuras de George W. Bush han transformado ese lento declinar en uno precipitado. Y ahora, estamos ya lejos de cualquier asomo de hegemonía estadunidense. Hemos entrado, como ocurre normalmente, en un mundo multipolar. Estados Unidos permanece como potencia fuerte, tal vez la más fuerte, pero continuará declinando en relación con otras potencias en las décadas venideras. No hay mucho que nadie puede hacer para cambiar eso.

Los ciclos de Kondratieff tienen una temporalidad diferente. El mundo salió de la última fase B del ciclo Kondratieff en 1945, y entonces vino el vuelco más fuerte hacia la fase A en la historia del sistema-mundo moderno. Llegó a su clímax cerca de 1967-1973, y comenzó su descenso. Esta fase B ha sido mucho más larga que las fases B previas y seguimos en ella.

Las características de una fase B de Kondratieff son bien conocidas y coinciden con lo que la economía-mundo ha experimentado desde los años 70. Las tasas de ganancia en las actividades productivas bajan, especialmente en aquellos tipos de producción que han sido más rentables. En consecuencia, los capitalistas que deseen niveles de ganancia realmente altos se inclinan hacia el ámbito financiero, y se involucran en lo que básicamente es especulación. Para que las actividades productivas no se vuelvan tan poco redituables, tienden a moverse de las zonas centrales a otras partes del sistema-mundo, negociando costos menores de transacción por costos menores de personal. Es por eso que comienzan a desaparecer los empleos en Detroit, Essen y Nagoya, y que se expanden las fábricas en China, India y Brasil.

En cuanto a las burbujas especulativas, algunas personas siempre hacen mucho dinero con ellas. Pero tarde o temprano las burbujas especulativas siempre revientan. Si uno se pregunta por qué esta fase B del ciclo Kondratieff ha durado tanto, es porque los poderes existentes –el Departamento del Tesoro y el Banco de la Reserva Federal estadunidenses, el Fondo Monetario Internacional, y sus colaboradores en Europa occidental y Japón– han intervenido en el mercado de modo regular e importante para llevar a puerto la economía-mundo –en 1987, al desplomarse el mercado de la bolsa; en 1989, en el colapso de los préstamos y ahorros en Estados Unidos; en 1997, en la caída financiera de Asia oriental; en 1998, por los malos manejos del llamado fondo de manejo de capitales de largo plazo (mundialmente conocido por su nombre en inglés Long Term Capital Management); en 2001-2002, con Enron. Aprendieron las lecciones de las previas fases B de Kondratieff, y los poderes existentes pensaron que podían vencer al sistema. Pero hay límites intrínsecos para hacer esto. Y ahora hemos llegado a ellos, como Henry Paulson y Ben Bernanke lo están aprendiendo para su vergüenza y tal vez para su asombro. Esta vez no será tan fácil, probablemente sea imposible, evitar lo peor.

En el pasado, una vez que una depresión daba rienda suelta a sus estragos, la economía-mundo se levantaba, sobre la base de innovaciones que podían ser cuasi monopolizadas por un tiempo. Así que cuando la gente dice que el mercado de la bolsa de valores se volverá a levantar, es esto en lo piensa que ocurrirá, esta vez como en el pasado, después de que las poblaciones del mundo hayan resentido todo el daño causado. Y tal vez así sea, en unos pocos años o así.

Hay sin embargo algo nuevo que puede interferir con este bonito patrón cíclico que ha sostenido al sistema capitalista por unos 500 años. Las tendencias estructurales pueden interferir con las tendencias cíclicas. Los rasgos estructurales básicos del capitalismo como sistema-mundo operan mediante ciertas reglas que pueden trazarse en una gráfica como un equilibrio en movimiento ascendente. El problema, como con todos los equilibrios estructurales de todos los sistemas, es que con el tiempo las curvas se mueven mucho más allá del equilibrio y se torna imposible regresarlas a éste.

¿Qué ha hecho que el sistema se mueva tan lejos del equilibrio? En breve, lo que ocurre es que a lo largo de 500 años los tres costos básicos de la producción capitalista –personal, insumos e impuestos– han subido constantemente como porcentaje de los precios posibles de venta, de tal modo que hoy hacen imposible obtener grandes ganancias de la producción cuasi monopólica que siempre fue la base de la acumulación capitalista significativa. No es porque el capitalismo esté fallando en lo que hace mejor. Es precisamente porque lo ha estado haciendo tan bien que finalmente minó la base de acumulaciones futuras.

Lo que ocurre cuando alcanzamos un punto así es que el sistema se bifurca (en el lenguaje de los estudios de la complejidad). Las consecuencias inmediatas son una turbulencia altamente caótica, que nuestro sistema-mundo está experimentando en este momento y que seguirá experimentando por unos 20-50 años. Como todos empujan en cualquier dirección que piensan que es mejor en lo inmediato para cada quien, emergerá un orden del caos en uno de los dos muy diferentes senderos alternos.

Podemos aseverar con confianza que el presente sistema no sobrevivirá. Lo que no podemos predecir es cuál nuevo orden será el elegido para remplazarlo, porque éste será el resultado de una infinidad de presiones individuales. Pero tarde o temprano, un nuevo sistema se instalará. No será un sistema capitalista pero puede ser algo mucho peor (aun más polarizado y jerárquico) o algo mucho mejor (relativamente democrático y relativamente igualitario) que dicho sistema. Decidir un nuevo sistema es la lucha política mundial más importante de nuestros tiempos.

En cuanto a las perspectivas inmediatas de corta duración ad interim, es claro lo que ocurre en todas partes. Nos hemos estado moviendo hacia un mundo proteccionista (olvídense de la llamada globalización). Nos hemos estado moviendo hacia un papel mucho mayor del gobierno en la producción. Aun Estados Unidos y Gran Bretaña están nacionalizando parcialmente los bancos y las moribundas grandes empresas. Nos movemos hacia una distribución populista conducida por el gobierno, que puede asumir modos socialdemócratas a la izquierda del centro o formas autoritarias de extrema derecha. Y nos movemos hacia conflictos sociales agudos al interior de algunos estados, debido a que todo el mundo compite por un pastel más pequeño. En el corto plazo, no es, de ningún modo, un panorama agradable.

Fuente: La Jornada (México)

miércoles, 22 de octubre de 2008

Tapar los agujeros

Por: Hans-Werner Sinn

Con dolor y aprensión, el Congreso de los Estados Unidos rescató a Wall Street para evitar un colapso del sistema financiero de los Estados Unidos, pero los 700.000 millones de dólares que se utilizarán pueden caer en un cubo agujereado y también lo miles de millones proporcionados por los gobiernos de todo el mundo.

Las entidades financieras de los EE.UU. que quebraron –o que habrían quebrado sin la ayuda del Estado– en 2008 tenían dificultades porque carecían de recursos propios: no porque nunca los hubieran tenido, sino porque pagaron demasiado de sus abundantes ganancias en los años anteriores a los accionistas, con lo que apalancaron excesivamente sus operaciones con el pasivo. Si no se adoptan medidas para aumentar los requisitos mínimos en materia de fondos propios para los bancos y otras entidades financieras, podrían volver a darse crisis financieras como la actual.

Es sabido que las entidades financieras anglosajonas tienen una elevada cobertura de dividendos. Desde una perspectiva europea, la sed de dividendos y la insistencia en metas de resultados a corto plazo que caracterizan a dichas entidades resultan a un tiempo asombrosas y aterradoras. Sabido es que los bancos de inversión, en particular, tienen un planteamiento minimalista en materia de fondos propios. Mientras que los bancos normales necesitan un coeficiente fondos propios-activos de al menos el 7 por ciento, lo habitual en los bancos de inversión es que funcionen con un coeficiente de tan sólo el 4 por ciento.

La falta de fondos propios fue consecuencia en gran medida del concepto de “responsabilidad limitada”, que brindaba un incentivo para un apalancamiento excesivo. En épocas de turbulencias los beneficios dejados dentro de las entidades financieras pueden perderse fácilmente. Sólo los beneficios sacados de ellas a tiempo están a salvo.

La falta de recursos propios hizo, a su vez, que los accionistas reacios a los riesgos contrataran a especuladores para que gestionasen sus empresas de inversión de responsabilidad limitada. Los gestores optaron por operaciones excesivamente arriesgadas, porque sabían que los accionistas no participarían simétricamente en los riesgos.

Mientras que los riesgos ascendentes se convertirían en dividendos, los riesgos descendentes se limitarían a la cantidad de fondos propios invertidos. Las reclamaciones con cargo a la riqueza personal de los accionistas quedarían bloqueadas por la limitación de la responsabilidad. Los acreedores de los bancos o los gobiernos cargarían con las pérdidas en última instancia. La dependencia mutua entre el incentivo para reducir al mínimo los recursos propios y el incentivo para especular con vistas a aprovechar los riesgos ascendentes causó la crisis de los Estados Unidos.

En teoría, los prestadores de los bancos y el Gobierno pueden prever los riesgos suplementarios con los que topan cuando una compañía opta por una estrategia de apalancamiento elevado. Los prestadores pueden aplicar tipos de interés mayores y el Gobierno puede aplicar impuestos o tasas mayores.

Pero esa teoría no cuadra con la realidad. Por la falta de información sobre la verdadera probabilidad de amortización, los gobiernos no imponen a los beneficios de los fondos propios impuestos menores que a los intereses de las deudas y los prestadores no aplican tipos de interés suficientemente menores a los beneficios de unos fondos propios elevados. Ésa es la razón por la que los recursos propios con que cuentan las entidades financieras resultan habitualmente el doble de caros que el pasivo y por la que dichas entidades intentar reducir al mínimo su utilización.

La disposición sobre la responsabilidad limitada no sólo convirtió a Wall Street en un casino, sino que, además, se indujo a la llamada “Main Street” (“los ciudadanos medios”) a especular, porque los propietarios de viviendas gozaban de una responsabilidad limitada similar a la de las empresas. Cuando los prestatarios de bajos ingresos tomaban un préstamo para comprar sus hogares –con frecuencia el 100 por ciento del precio de compra–, podían utilizar habitualmente la casa como garantía prendaria sin garantizar la amortización con un patrimonio suplementario o ni siquiera sus ingresos. De ese modo, estaban protegidos contra el riesgo descendente de la bajada de los precios de la vivienda y se aprovechaban especulando con el riesgo ascendente de su apreciación.

Dichos propietarios de viviendas sabían que con el aumento de los precios podrían obtener una ganancia, ya fuera vendiendo sus casas o aumentando su deuda, mientras que en el caso del descenso de los precios podían limitarse a entregar las llaves a sus bancos. En vista de la incertidumbre sobre los futuros precios de la vivienda, podían abrigar la esperanza razonable de obtener ganancias, lo que los inducía a pagar más incluso, para empezar. La especulación por parte de los ciudadanos medios causó la crisis de las hipotecas de riesgo.

La crisis se extendió porque el sistema bancario no era lo suficientemente reacio a los riesgos... y en algunos casos parecía disfrutar incluso con el riesgo. Los bancos hipotecarios tenían algunas reclamaciones en su contabilidad, pero vendieron la mayoría de ellas como “valores respaldados por hipotecas”. Los bancos de inversión mezclaron dichos valores dentro de los “valores respaldados por activos” y las “obligaciones con garantía de fondos de deuda” y los vendieron a entidades financieras de todo el mundo. Dichas entidades, atraídas por las elevadas tasas de rendimiento prometidas, pasaron por alto invariablemente los riesgos descendentes.

Los compradores de dichas obligaciones se vieron confundidos con frecuencia por agencias de calificación que actuaron deficientemente y no brindaron información fiable. Como las agencias de calificación viven de los honorarios que recaudan de las empresas calificadas, no les resulta fácil rebajar de categoría a los clientes importantes o los activos que venden. Los grandes bancos americanos de inversión recibieron calificaciones excelentes hasta el último momento, como también las obligaciones antes citadas con las que traicionaron al mundo.

Todo esto explica por qué los Estados Unidos han tenido un período de crecimiento tan tremendo en los últimos años, pese a que los ahorros de las familias equivalían casi a cero y por qué había extranjeros dispuestos a financiar un déficit por cuenta corriente sin precedentes en los EE.UU. de más del 5 por ciento del PIB… el mayor desde 1929. Ahora ese período se ha acabado.

Los EE.UU. deben aplicar reformas fundamentales de su sistema financiero para tapar los agujeros en materia de fondos propios y recuperar la confianza de los inversores, pero, aun así, va a costarles mucho seguir vendiendo activos financieros al resto del mundo. Las familias americanas tendrán que aprender a acumular riqueza reduciendo el consumo en lugar de especular con la propiedad inmobiliaria. Los Estados Unidos tienen por delante un doloroso decenio de estancamiento.

Fuente: www.project-syndicate.org

domingo, 19 de octubre de 2008

¿Quién era Milton Friedman?

Por: Paul Krugman, profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008.

La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían. La economía clásica, escribía Keynes en 1936, "conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España". Y la economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.

Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran escala en la economía.

El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A finales de siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte del mérito.

No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crítica de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecía poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran hombre.

Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribía análisis técnicos, más o menos apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.

¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos políticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de ciudadanos.

Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.

Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera.

La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente.

¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The methodology of positive economics [La metodología de la economía positiva] sostenía que las teorías económicas no deberían juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.

En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del consumo -no exactamente un título que agradara a las masas, pero sí un tema importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la "hipótesis de la renta permanente" planteada por Friedman y el "modelo del ciclo vital" de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.

El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existía una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de desempleo más baja?

En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostenía que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. "Siempre hay", decía, "una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación permanente". En otras palabras, si los políticos intentaran mantener el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación, sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson más tarde denominaría "estanflación".

¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economía de este año, había llegado de manera simultánea e independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las expectativas.

En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de 1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.

Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en su categoría de grande entre los economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.

Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así como la experiencia pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta doctrina, conocida como las "expectativas racionales", se extendió por buena parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la realidad le advertía de que esto era llevar demasiado lejos la idea del Homo economicus. Y así se demostró: la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han superado.

"A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito", escribía en 1966 Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la política monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.

Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta monetaria

[en inglés, money supply, oferta de dinero] no se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.

Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros países, está institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta monetaria total.

Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economía. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central podría tratar de estimular la economía acuñando grandes cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria, un cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economía, sería ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los países de la Gran Depresión.

¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma de intervención pública en la economía altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la política presupuestaria supone una participación mucho más profunda del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la política monetaria es todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a creer que la política presupuestaria es esencial.

El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras que la política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decía en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:

"La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no importaba".

Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz

Aunque A monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habían refutado el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. "La contracción" de la economía, declaraban, "es de hecho un trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias".

¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.

Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.

Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podría haberse evitado, y eso a su vez podría haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría haber evitado lo peor de la depresión.

A este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrían haber contenido la epidemia. Sería justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero sería un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector público.

Pero muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia, han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que de hecho la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que "las autoridades monetarias estadounidenses siguieron políticas altamente deflacionarias", y que la oferta monetaria cayó "porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas", una afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así su declaración es, como mínimo, muy engañosa).

En 1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que "la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión pública", una declaración que seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habría producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más activo, no menos.

¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economía. La idea era poner la política monetaria en piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las autoridades públicas.

El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían suficientemente pequeñas como para ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economía con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de políticas que habían salido mal. "Un régimen monetario", escribía en 1972, "aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo de la política partidista".

El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.

En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.

En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".

En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que "una política monetaria audaz", no estable ni constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".

Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un día entre bancos, era literalmente cero.

Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.

En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.

En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema

[Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose

[Libre para elegir].

Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.

Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.

Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:

"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".

(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.

La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.

Fuente: El País (España).