domingo, 31 de mayo de 2009

Confesiones de un verdadero creyente

Por: John Judis

En 1995, una revista publicada por un think tank conservador de Washington reunió a un grupo de escritores y expertos para debatir una cuestión cuya conclusión era previsible: “Socialismo: ¿vivo o muerto?”. Doce de los participantes votaron “muerto”.

Una única voz se arriesgó a convertirse en objeto de burla, según sus propias palabras, al sostener que “una vez que se apague el sórdido recuerdo del comunismo soviético y amaine el fervor de la histeria antiestatal, los políticos y los intelectuales del próximo siglo podrán volver a aprovechar de nuevo el legado del socialismo”.

Aquel solitario disidente era yo. En los años 60 fui miembro del grupo antibelicista radical Estudiantes a favor de una Sociedad Democrática (SDS, en sus siglas en inglés), e incluso después de que aquella organización se sumiese en la violencia y el caos, mantuve viva mi fe y edité un periódico teórico marxista que propugnaba el socialismo democrático. Después me invadió el desencanto con Marx y el socialismo, pero nunca caí en la postura fácil de que el hundimiento del comunismo soviético había arrojado aquellas ideas a la basura de la historia.

Y, aunque en 1995 me sentía aislado a causa de mis opiniones, creo que ha resultado que tengo cualidades proféticas. En los últimos meses, una profunda crisis económica mundial ha minado la fe en los poderes mágicos del mercado. John Makin, economista del American Enterprise Institute, el mismo think tank que hace años acogió aquella reunión de expertos sobre la muerte del socialismo, ha recomendado al Gobierno de Obama que nacionalice la banca. Los políticos y los legisladores estadounidenses –que no son precisamente famosos por admirar el socialismo escandinavo– han empezado a analizar las experiencias de Suecia y Noruega en busca de inspiración. Un reciente reportaje de la revista Newsweek incluso anunciaba: “Ahora todos somos socialistas”.

Pero, ¿qué hay del socialismo como solución para la actual crisis? Si piensas en la Unión Soviética o en Cuba, ha fracasado. Pero si consideramos los países escandinavos, así como Austria, Bélgica, Canadá, Francia, Alemania y los Países Bajos, en cuyas economías influyó la agitación socialista, entonces existe otro tipo de socialismo –llamémoslo “socialismo liberal”–, que tiene mucho que ofrecer a EE UU.

Los gobiernos de estos países son dueños, totalmente o en parte, de sectores necesarios para el bienestar de la sociedad. Desde servicios eléctricos a redes de transporte eficientes en consumo de energía. En estos países, los organismos reguladores están más a salvo de los grupos de presión empresariales y los contenciosos judiciales que en EE UU. El Estado tiene un mercado capitalista y existe la propiedad privada, pero también el sector público ejerce un control significativo sobre el funcionamiento de la economía y la distribución de la riqueza. Como ha defendido el historiador Martin Sklar, estas economías representan una fusión de socialismo y capitalismo.

En la actualidad, muchos países europeos están dispuestos a avanzar en esa dirección. Cuando comenzó la crisis el pasado otoño, el primer ministro británico Gordon Brown tomó medidas para nacionalizar los maltrechos bancos del país. En Francia, el presidente Nicolas Sarkozy anunció en septiembre que “la autorregulación como forma de solucionar todos los problemas se ha terminado. Se acabó el no intervenir. Se acabó el todopoderoso mercado que siempre sabe qué es lo mejor”.

En Estados Unidos, sin embargo, hasta el socialismo liberal ha sido siempre difícil de promover. Pero algunas de las barreras contra estas ideas están cayendo, a pesar de que algunos republicanos enemigos declarados del presidente Barack Obama lo tachen de “socialista”. Para empezar, el recuerdo de la URSS se ha ido desvaneciendo, y con él la identificación –surgida de la guerra fría y el macarthismo– de cualquier forma de socialismo con las penurias de la población rusa. Al mismo tiempo, la actual crisis económica ha desacreditado la hostilidad hacia las normas reguladoras y la fe ciega en el mercado que caracterizaron la época de Bush.

Muchas de las objeciones que se planteaban contra la implantación de un sistema sanitario público o la construcción de ferrocarriles de alta velocidad se basaban en la idea de que las actuaciones del Gobierno a esta escala no son prácticas –en que son utópicas, caras o inmanejables–. Ahora que las debilidades del sector privado han quedado tan patentes, este tipo de planes parece cada vez más realizable.

En momentos de crisis, el célebre pragmatismo de los norteamericanos entra en acción. Recordemos la Gran Depresión o la agitación social de finales de los 60.

Ahora, el Gobierno de Obama ha vuelto a incluir en la agenda política la necesidad de un sistema sanitario público. También existe un amplio debate sobre la conveniencia de nacionalizar bancos, y el Gobierno ha tomado el control de las mayores entidades de crédito hipotecario, Fannie Mae y Freddie Mac. El plan de reactivación económica de Obama y su primer proyecto de presupuesto suponen un incremento no sólo cuantitativo sino también cualitativo del papel económico y social de la Administración.

Históricamente, una vez que las crisis han remitido, los norteamericanos han tendido a retornar a su liberalismo lockeano. Los planes de Bill Clinton para reconstruir ciudades e implantar un sistema sanitario pú blico fueron recortados en cuanto se superó la recesión de los 90. En 1994 se impuso el “Contrato con América” de la derecha republicana.

En estos momentos en los que todo el mundo, desde las autoridades del Departamento del Tesoro hasta los antiguos miembros de Estudiantes por una Sociedad Democrática, escrutamos el futuro, la gran pregunta es si el impulso a favor de lo que en la práctica es una versión americana del socialismo sobrevivirá una vez pasada la crisis. El tiempo dirá hasta qué punto los estadounidenses desean pasar de la actitud contemplativa a la acción para crear un nuevo sistema político que, aunque formalmente no se denomine “socialista”, es tan distinto de lo anterior como lo fue la América del New Deal de la América de Herbert Hoover.

Fuente: Foreign Policy en español

Habla la derecha

Por: Carlos Peña

Alguien atribuyó a Bachelet haber hecho una analogía entre su propia situación y la de Ana Frank.

Eso bastó.

Carlos Larraín escribió entonces una carta. Enumeró las diferencias entre una y otra situación y se quejó, al final, que la analogía era una burda maniobra de propaganda.

Si se tratara de una carta de un lector común y corriente, el asunto sería inofensivo. Pero ocurre que quien la firma es un importante dirigente político, uno de quienes flanquean a Piñera en sus aspiraciones presidenciales, el presidente de Renovación Nacional. Y eso justifica de sobra que se la analice y se la discuta.

Desde luego, la carta parece desconocer en qué consiste exactamente una analogía.

Cuando se argumenta por analogía (como en el caso que erizó a Larraín) se equiparan realidades que no son iguales en todos sus aspectos, pero que coinciden en alguna característica relevante (que es la que importa para la argumentación). Es obvio que Ana Frank no es Bachelet en un sinnúmero de aspectos.

Pero en algo coinciden: ambas fueron víctimas de abusos en razón de su identidad (étnica en un caso, política en el otro). Y ambas son sólo una de las miles de víctimas que, en diversos grados, padecieron lo mismo.

Y esa equivalencia es la que justifica la analogía: bajo ese respecto -el abuso de que fueron víctimas por parte de quienes monopolizaban la fuerza-, ambas situaciones merecen la misma evaluación moral y quienes la ejecutaron, la misma condena.

Por supuesto no es eso lo que piensa Carlos Larraín y tampoco es eso lo que, en el fondo de su corazón, piensa la derecha.

El dirigente de Renovación Nacional afirma que los casos son incomparables porque mientras Ana era una niña a la que se persiguió por ser judía, Bachelet era "mayor de edad y ya manifestaba opiniones políticas". Es difícil entender por qué esa sería una diferencia relevante desde el punto de vista del abuso que vivieron la una y la otra. ¿Acaso no es igualmente reprochable perseguir a alguien por su origen que hacerlo por las ideas que defiende?, ¿no es igualmente repugnante infringir los derechos básicos de una niña que los de una mujer adulta?, ¿no es quizás igual maltratar a una por lo que es y a otra por lo que cree?

Por supuesto que es igual.

Salvo, claro, que usted piense que mientras Ana no tuvo culpa en lo que le ocurrió, Bachelet (y los miles que padecieron lo que ella) sí.

Y eso es -me temo- lo que, al final del día, piensan amplios sectores de la derecha en Chile.

La derecha cree -aunque no se atreva a confesarlo con la claridad con que lo hace Carlos Larraín- que en las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura nadie sería totalmente culpable, por la sencilla razón de que nadie, tampoco, sería totalmente inocente. A fin de cuentas -parece pensar la derecha- las víctimas no lo son tanto: se trataría de personas que, en alguna medida, y a diferencia de Ana Frank, se hicieron merecedoras de lo que les ocurrió.

Esa íntima convicción es la que explicaría -después de la carta de Carlos Larraín se entiende- la renuencia de la derecha a condenar de manera tajante las violaciones cometidas en dictadura y la facilidad con que se deja dominar por quienes fueron sus altos funcionarios. Después de todo -piensa la derecha-, en un mundo en el que las víctimas no son inocentes, los victimarios tampoco son culpables.

Se trata de un curioso ejercicio de teología política: como todos estamos sucios del pecado original, nadie puede acusar a nadie.

Es también increíble que Larraín incluya dentro de la categoría de las "vicisitudes personales" el que alguien haya sido víctima de abusos. Decir eso no muestra falta de sensibilidad, sino algo peor: una grave confusión intelectual entre la esfera pública y la privada. ¿Habrá que enseñar ahora que los atropellos por razones políticas son cuestiones privadas regidas por el pudor y no en cambio asuntos relativos a la vida cívica? ¿Que las violaciones a los derechos humanos son una mera vicisitud de las víctimas y no un problema que debe interesar a todos?

No hay que quejarse entonces por el hecho de que un dirigente critique a la Presidenta o escriba cartas al diario. De eso se trata la política democrática. Lo que merece escándalo es lo que la derecha piensa de los derechos humanos y que Carlos Larraín, con involuntaria sinceridad, puso de manifiesto en esa carta

Fuente: El Mercurio

La Señora Thatcher y Lord Keynes: mitos y hechos

Por: José Luis Fiori

La historia de la segunda mitad del siglo XX transformó la elección como primera ministra de la señora Margareth Thatcher, el día 4 de mayo de 1979, en una frontera simbólica entre dos grandes períodos del mundo contemporáneo: la "era keynesiana" y la "era neoliberal". A pesar de eso, no es fácil explicar cómo fue que esta señora se transformó en el emblema de la reacción conservadora frente a la crisis de los años 70, victoriosa en Inglaterra y en todo el mundo. El epicentro de la crisis fueron los Estados Unidos, y las principales decisiones que cambiaron el rumbo de la historia de la segunda mitad del siglo pasado, también fueron tomadas en EE.UU. Algunas de ellas, mucho antes de la elección de Margareth Thatcher. En el campo académico y político, la inflexión neoliberal comenzó en los años 60, durante el primer gobierno de Nixon, y lo mismo ocurrió en el campo diplomático y militar. Los principales responsables de la política económica internacional del gobierno de Nixon –Georges Shultz, William Simon, Paul Volcker– ya defendían, en aquella época, el abandono norteamericano de la paridad cambiaria del Sistema de Bretton Woods, la apertura de los mercados y la libre circulación de los capitales. Y todos tenían como objetivo estratégico el restablecimiento del poder mundial de las finanzas y de la moneda norteamericana, amenazados por los déficits comerciales y por la presión sobre las reservas en oro de los EE.UU., que aumentaron en la segunda mitad de la década de los 60. Más tarde, después del fin del "patrón-dólar", en 1973, y de los primeros pasos de la desregulación del mercado financiero norteamericano, en 1974, todavía bajo el gobierno demócrata de Jimmy Carter, fue Paul Volcker y su estrategia de estabilización del dólar, de 1979, la que constituyó el verdadero turning point monetarista de la política económica norteamericana. Antes de la victoria republicana de 1980, y de la transformación de Ronald Reagan en el icono de la reacción conservadora en los Estados Unidos.

En la propia Inglaterra, el "giro neoclásico" de la política económica comenzó antes de la elección de la señora Thatcher, durante el gobierno del primer ministro James Callaghan, después de la crisis cambiaria de 1976. En aquel momento, el gobierno laborista se dividió entre los que defendían una "estrategia alternativa" de radicalización de las políticas de control, de sesgo keynesiano, liderados por Tony Benn, y el ala victoriosa, de los que defendieron el pedido de Gran Bretaña al FMI y la aceptación de las políticas ortodoxas y monetarista exigidas por el Fondo, como contraparte de sus préstamos, admitida por el gobierno de Callaghan, en sintonía con el gobierno socialdemócrata alemán de Helmut Schmidt, que ya había "adherido" a la misma ortodoxia, antes que el luego canciller conservador, Helmut Kohl.

Con todo y con eso, no hay duda de que fue la señora Thatcher la que pasó a la historia como abanderada del neoliberalismo de las últimas décadas del siglo XX. Un cambio o baraja de papeles permanente, análogo al que siguió a la II Guerra Mundial. Fue Keynes, y no Harry White, la figura fuerte en la creación del Sistema de Bretton Woods; fue Churchill, y no Truman, el verdadero padre de la Guerra Fría; fueron los ingleses, y no los norteamericanos, quienes crearon el "euromercado" de dólares –en los inicios de la década del 60– que está en el origen de la globalización financiera; fue Tony Blair, más que Bill Clinton, quien anunció en una entrevista colectiva, en febrero de 1998, la creación de la "tercera vía", al mismo tiempo que defendían la necesidad de una Segunda Guerra en Irak. Y lo mismo aconteció con el anuncio conjunto –en 2000– de la solución anglosajona del enigma del genoma humano; y ahora, nuevamente –de vuelta en el campo económico–, fueron los ingleses, y no los norteamericanos, quienes encabezaron la respuesta de las grandes potencias a la crisis financiera, en octubre de 2008. Y fue el primer ministro británico Gordon Brown, y no el presidente Barack Obama, quien anunció en la ciudad de Londres, en abril de 2009, el fin del "Consenso de Washington", nombre que fue dado por los norteamericanos a las políticas de la "era Thatcher". Y después de todo, lo que la prensa internacional está anunciando es el regreso del mundo entero a las idea de Lord Keynes, y no de Ben Bernanke o de Laurence Summers.

O sea, incluso después de lo que algunos analistas llaman el "fin de la hegemonía británica", los ingleses siguen definiendo o anunciando la dirección estratégica seguida por los "pueblos de habla inglesa" y por el mundo en general. Sea en una dirección, sea en otra, porque en realidad las nuevas políticas preconizadas por el eje anglosajón, a partir de 2009, del mismo modo no significan la muerte de la ideología económica liberal, contra de lo que afirman muchos analistas de la coyuntura actual. Keynes revolucionó la teoría económica marshalliana, pero era un liberal, y sus propuestas de política económica recuperan, en última instancia, algunas tesis esenciales del ultraliberalismo económico de los fisiócratas franceses, y del propio Adam Smith, que defendían una intervención activa del Estado para facilitar el funcionamiento de los mercados siempre que su "mano invisible" no consiguiera garantizar la demanda efectiva, indispensable para las inversiones privadas. La crítica o el entusiasmo apresurado, hace olvidar a veces que existe un parentesco esencial entre las políticas económicas de filiación neoclásica y keynesiana, que pertenecen a la misma familia ideológica liberal y anglosajona, y son estrategias complementarias e indisociables dentro del sistema capitalista, atendiendo a intereses y funciones diferentes aunque intercambiables, según el momento y el lugar de su ejecución. O sea: primero Keynes, después Thatcher, y de nuevo Keynes, y la historia sigue confirmando lo que decía el padre de la teoría internacional inglesa, Edward Hallet Carr, en 1939: "La idea de que los pueblos de habla inglesa monopolizan la moralidad internacional, y la opinión de que son consumados hipócritas internacionales, resulta del hecho de que son ellos los que definen las normas aceptadas de la virtud internacional, merced a un proceso natural e inevitable". (1) Hasta el mayor crítico alemán del capitalismo inglés escribió y difundió sus ideas económicas desde Inglaterra, comunicándolas través de las venas del imperio británico. Y sigue enterrado en el cementerio de Highgate, en la ciudad de Londres

Fuente: www.sinpermiso.info

La cuadratura del círculo

Por: Mario Vargas Llosa

La más notable y atrevida reforma introducida en la política estadounidense por el presidente Barack Obama no concierne a Irak, ni a las torturas de Guantánamo, ni a Cuba, ni a la Unión Europea, sino a Israel. Por primera vez un Gobierno de Estados Unidos abandona la línea seguida hasta ahora por todos sus predecesores -incluido el del presidente Carter, que sólo al salir de la Casa Blanca cambiaría de posición sobre este asunto-, de alineamiento sistemático con Israel en su conflicto con los palestinos, un hecho que hasta ahora ha constituido un obstáculo mayor para un acuerdo de paz que desactivara aquel polvorín, que en cualquier momento puede volver a incendiar el Medio Oriente, rompiera el hielo y permitiera un acercamiento y colaboración entre los países árabes y el mundo occidental.

En efecto, apenas asumido el poder, la nueva Administración, primero por boca de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, luego a través del vicepresidente Joe Biden y, finalmente, del propio Obama, ha recordado a Israel su compromiso con el acuerdo de Anápolis de 2007, que establece la creación de dos Estados -uno israelí y otro palestino- como fundamento para la paz y exigido que cese la instalación de asentamientos de colonos en Cisjordania. El nuevo Gobierno israelí, que preside Benjamín Netanyahu, no acepta la creación de un Estado palestino y, añadiendo una exigencia que prácticamente cierra las puertas a toda nueva negociación, ahora exige como condición para el diálogo que los palestinos reconozcan a Israel la condición de "Estado Judío". La reciente entrevista, en Washington, de Obama con Netanyahu, ha mostrado al mundo, por primera vez en la historia, una radical disparidad de criterios entre ambos países y, por eso, ha sido considerada, en general, como un clamoroso fracaso.

Yo no soy tan pesimista. Por el contrario, creo que ésta es sólo una primera finta, en un pugilato de sombras del que, acaso, podría resultar por fin una solución negociada para el conflicto más largo y más áspero que padece el mundo desde 1948. Mi relativo optimismo parte de esta convicción: Estados Unidos es el único país que tiene credibilidad ante la opinión pública de Israel y capaz de influir sobre su clase dirigente, pues ambas, por razones que sería largo de explicar, padecen respecto a todos los demás países, sobre todo los de Europa occidental, una verdadera paranoia que los hace ver enemigos por doquier y considerar cómplices de sus enemigos a quienes se atreven a criticar sus políticas, aun de la manera más amical. Esta psicosis explica en parte el acelerado proceso de radicalización extremista de Israel, visible en los resultados de las últimas elecciones, que ha llevado al poder, junto al ultra nacionalista del Likud, Netanyahu, a un fanático racista y xenófobo como su ministro de Relaciones Exteriores, Avigdor Lieberman, cuyo partido, Israel Beiteinu, recordemos, quiere privar de la nacionalidad al millón de árabes israelíes.

La alianza con Estados Unidos es necesaria a Israel, en términos económicos desde luego -pues recibe una ayuda de unos tres mil millones de dólares anuales-, pero, sobre todo, políticos, teniendo en cuenta su condición de país cercado de adversarios, algunos de los cuales, como Irán, reclaman su extinción, y la soledad internacional a que lo han llevado su intransigencia y sus medidas de fuerza, como las recientes invasiones de Líbano y de Gaza.

Si Estados Unidos mantiene con firmeza su exigencia de que Israel se atenga a sus compromisos, cese la creación de colonias en Cisjordania y entable negociaciones que permitan la creación de un Estado palestino, esta actitud tendrá la virtud de movilizar de nuevo a la dormida y desmoralizada colectividad progresista de Israel que, durante tantos años, luchó por la "Paz Ahora", uno de cuyos grandes logros fueron los acuerdos de Oslo, que sentaron las bases de una paz sostenida, esperanza que por desgracia se frustró con el asesinato del primer ministro Rabin.

Las dificultades son enormes desde luego, y, por cierto, no sólo desde el lado de los extremistas del Gobierno de Israel, quienes, en una provocadora demostración de fuerzas, anunciaron la creación de un nuevo asentamiento de colonos en Cisjordania -Maskiot, a orillas del Jordán- en plenas conversaciones de Obama con Netanyahu, sino de los palestinos, cuya división, entre los fanáticos terroristas de Hamás y los moderados de Al Fatah, pese a los esfuerzos de Egipto y de Jordania, parece agravarse en vez de ceder. Pero, curiosamente, pese a esta radicalización extremista de los palestinos, Estados Unidos, desde la elección de Barack Obama, ha dejado de ser percibido para una amplia sección de la sociedad palestina como el enemigo imperialista y socio del colonizador -la etiqueta tradicional- sino, más bien, como un poder que puede ejercer una función moderadora y conciliadora en la región, la única en última instancia con influencia suficiente para propiciar una negociación aceptable para ambas partes. Ésta es por ahora una percepción exacta y si Obama mantiene su actual política, hay muchas esperanzas de que los sectores moderados de ambas comunidades vayan ganando terreno y haciendo retroceder a los extremistas convencidos de que la solución del conflicto vendrá sólo a través de la matanza.

Entre las grandes dificultades que quedan por sortear, la más grave por el momento es Irán. La amenaza del apocalíptico Ahmadineyad de exterminar a Israel no puede ser considerada la simple bravata de un demagogo, sobre todo después de saber que el Gobierno iraní acaba de probar con éxito el Sayil-2, un misil con una capacidad de golpear a un blanco situado a dos mil kilómetros de distancia, es decir, con trayectoria suficiente para llegar a Israel. De otro lado, pese a la presión de todas las potencias, a las gestiones de los organismos internacionales, a las propuestas de Estados Unidos de abrir una negociación, Irán prosigue impertérrito con su plan para dotarse de armas nucleares.

Y esto, como es lógico, ha hecho cundir la zozobra en Israel. Aunque no se tiene confirmación de estas noticias, hay rumores crecientes de que, en los últimos meses, ya en dos oportunidades Estados Unidos ha impedido que el Gobierno israelí bombardee las instalaciones atómicas iraníes, medida que, a juicio de aquél, podría retardar varios años la fabricación del arma atómica por el régimen de los ayatolás, pero que, asimismo, podría provocar una vez más un conflicto armado de incalculables consecuencias en todo el Medio Oriente. Desde luego que si los halcones de Teherán o de Jerusalén cometen la insensatez de lanzar un "ataque preventivo", la negociación palestino-israelí se verá postergada hasta las calendas griegas.

Éste es, probablemente, el tema sobre el que el diferendo actual entre Israel y Estados Unidos tiene más dificultad para encontrar un acomodo. En su reciente entrevista en la Casa Blanca, Netanyahu insistió en que Irán debía encabezar la lista de prioridades y la negociación de Palestina supeditarse a que se ponga fin a la amenaza iraní. Por su parte, Obama piensa que la iniciación de negociaciones serias y bien orientadas entre Israel y Palestina crearía de inmediato un clima que permitiría desactivar el violentismo de los integristas de Teherán y realzar el protagonismo de los sectores más abiertos y razonables del régimen. Probablemente sea Obama quien tenga razón.

Es obvio que por el camino de la fuerza sólo habrá víctimas -más muertos, más odio, más sufrimiento- y de ninguna manera soluciones. Tres guerras e incontables atentados, atropellos, violencias e injusticias son una prueba más que suficiente de que el conflicto palestino-israelí no llegará a término si sólo hablan los fusiles y las bombas. Es hora de que hablen los dirigentes políticos y que las sociedades civiles de ambas comunidades divisen una luz al final del túnel en que están sumidas hace decenas de años. Si Hamás se niega al diálogo, que Israel negocie con la Autoridad Palestina, que, a fin de cuentas, es legítima (aunque acaso hoy ya sea minoritaria en Palestina). Si los palestinos advierten que esta negociación comienza a dar frutos, es seguro que se volcarán a apoyarla y Hamás irá perdiendo el apoyo que ganó en los últimos tiempos por el desencanto que produjeron entre los palestinos la ineficiencia y la corrupción de los gobiernos de Al Fatah. Del mismo modo, si este diálogo da síntomas de llegar a buen puerto, es seguro que en Israel irá debilitándose la fortaleza actual del extremismo y los sectores moderados y pacifistas recuperarán el protagonismo de antaño.

No hay otro camino para que se resuelva esa cuadratura del círculo en que los fanáticos de ambos bandos han convertido el conflicto palestino-israelí.

Fuente: El País

Estado de parálisis

Por: Paul Krugman

Siempre se ha dicho que California es el lugar al que primero llega el futuro. ¿Pero sigue eso siendo cierto? Si es así, que Dios ampare a Estados Unidos.

La recesión ha golpeado con fuerza al Estado Dorado. La burbuja inmobiliaria era allí mayor que en casi cualquier otro lugar, y el desastre también ha sido mayor. La tasa de paro de California, del 11%, es la quinta más alta del país. Y por consiguiente, los ingresos del Estado se han resentido.

Sin embargo, lo que es realmente preocupante acerca de California es la incapacidad del sistema político para hacer frente a la situación.

A pesar de la depresión económica, a pesar de las políticas irresponsables que han duplicado la carga de la deuda del Estado desde que Arnold Schwarzenegger se convirtió en gobernador, California tiene unos recursos humanos y financieros inmensos. No debería tener una crisis fiscal; no debería estar a punto de recortar servicios públicos esenciales y de negar la cobertura sanitaria a casi un millón de niños. Pero así es, y uno tiene que preguntarse si la parálisis política de California es un presagio del futuro que le espera a todo el país.

Las semillas de la actual crisis de California se plantaron hace más de treinta años, cuando la inmensa mayoría de los votantes aprobó la Propuesta 13, una medida electoral que colocó una camisa de fuerza al presupuesto del Estado. Se limitaron los tipos de interés sobre la propiedad, y los propietarios de viviendas se vieron protegidos de los aumentos en sus bases imponibles aunque el valor de sus casas estuviera subiendo.

La consecuencia fue un sistema de impuestos que es tan injusto como inestable. Es injusto porque los propietarios de vivienda más mayores suelen pagar muchos menos impuestos sobre la propiedad que sus vecinos más jóvenes. Es inestable porque la limitación de los impuestos sobre el patrimonio ha obligado a California a ser mucho más dependiente que otros Estados de los impuestos sobre la renta, que caen en picado durante las recesiones.

Sin embargo, es más grave aún el hecho de que la Propuesta 13 ha hecho que sea extremadamente difícil subir los impuestos, incluso en momentos de emergencia: no se puede subir ningún impuesto estatal sin una mayoría de dos tercios en las dos cámaras legislativas del Estado. Y la reacción recíproca entre esta disposición y las tendencias políticas del Estado ha sido desastrosa.

Porque California, donde los republicanos iniciaron la transformación mediante la que dejaron de ser el partido de Eisenhower y se convirtieron en el partido de Reagan, es también el lugar en el que iniciaron su siguiente transformación, la que les convirtió en el partido de Rush Limbaugh. A medida que la marea política se ha ido volviendo en contra de los republicanos de California, los miembros restantes del partido se han vuelto cada vez más radicales, cada vez menos interesados en la labor de gobernar.

Y mientras el creciente extremismo del partido lo condena a una situación de minoría aparentemente permanente (Schwarzenegger era y es una excepción), el remanente republicano sigue conservando escaños suficientes en la asamblea legislativa para bloquear cualquier medida responsable para atajar la crisis fiscal.

¿Le sucederá lo mismo al país en su conjunto? La semana pasada, Bill Gross, de Pimco, el gigante de los fondos de bonos, advertía de que el Gobierno de EE UU podría perder su triple A en la calificación de la deuda en unos cuantos años, por culpa de los billones que se está gastando en rescatar la economía y los bancos. ¿Es ésta una posibilidad real?

Bueno, en un mundo racional la advertencia de Gross no tendría sentido. Los déficit previstos para EE UU pueden parecer grandes, pero sólo sería necesaria una pequeña subida de los impuestos para compensar el aumento que se presagia en los pagos de los intereses (y ahora mismo, los impuestos estadounidenses están muy por debajo de los de la mayoría de los países ricos). En otras palabras, las consecuencias fiscales de la actual crisis deberían ser controlables.

Pero eso parte de la suposición de que, desde el punto de vista político, seremos capaces de actuar de forma responsable. El ejemplo de California demuestra que esto no está ni mucho menos garantizado. Y los problemas políticos que han atormentado a California durante años cada vez se están poniendo más de manifiesto a escala nacional.

Dicho sin rodeos: los últimos acontecimientos indican que el Partido Republicano se ha vuelto loco al perder el poder. Los pocos moderados que quedaban han sido derrotados, han huido, o se les está obligando a marcharse. Lo que queda es un partido cuyo comité nacional acaba de aprobar una resolución que declara solemnemente que los demócratas están "empeñados en reestructurar la sociedad estadounidense conforme a los ideales socialistas" y de publicar un vídeo que compara a la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, con Pussy Galore

[la piloto personal de Goldfinger en la película de James Bond].

Y ese partido todavía tiene 40 senadores.

Así que la pregunta es si Estados Unidos seguirá los pasos de California hacia la ingobernabilidad. Bueno, California tiene algunos puntos débiles particulares que el Gobierno federal no comparte. En concreto, las subidas de impuestos a escala federal no requieren una mayoría de dos tercios y en algunos casos pueden esquivar las maniobras obstruccionistas. Así que actuar de forma responsable debería ser más fácil en Washington que en Sacramento.

Pero el precedente de California sigue inquietándome. ¿Quién iba a decir que el Estado más grande de EE UU, un Estado cuya economía es más grande que la de la mayoría de los países, a excepción de unos cuantos, podría convertirse tan fácilmente en una república bananera?

Por otra parte, los problemas que afligen a la política californiana también afectan al conjunto del país. -

Fuente: El País

sábado, 30 de mayo de 2009

Las pesadillas de Israel

Por: Dominique Moisi

"Es razonable creer en milagros", alguna vez dijo David Ben-Gurión, el primer primer ministro de Israel. Los israelíes de hoy no parecen creer en milagros. Más bien, como nunca antes, están obsesionados por las pesadillas, y entre ellas la más importante es la perspectiva de un Irán nuclear.

Impedir que un régimen impregnado de una ideología absoluta gane posesión del "arma absoluta" es la principal prioridad de Israel. Se debe hacer todo, incluso un ataque militar unilateral, para impedir o al menos demorar la adquisición por parte de Irán de este tipo de arma. Esta convicción israelí sobre lo que considera una cuestión existencial resalta en marcado contraste con el fatalismo que domina el pensamiento de los israelíes sobre sí mismos y sus relaciones con los palestinos.

¿Cómo se está manifestando este fatalismo, de dónde proviene y qué se puede hacer para trascenderlo?

Estos interrogantes son importantes, porque el "fatalismo" se ha convertido en un obstáculo considerable que debe ser superado por todo aquel que esté seriamente interesado en llevar la paz a la región. Ya que este fatalismo es una carta fuerte en manos de alguien como el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que está decidido a preservar el status quo . Una mayoría de los israelíes probablemente respaldaría un ataque preventivo contra Irán y estaría satisfecha con la preservación del status quo en las relaciones con los palestinos.

Después de la elección israelí en febrero, que llevó al poder a una coalición de gobierno que incluye al líder de extrema derecha Avigdor Lieberman, hoy ministro de Relaciones Exteriores de Israel, un amigo israelí cuyas simpatías siempre se habían inclinado por la izquierda, me dijo en un tono resignado y críptico: "Es triste, pero esto no cambia nada; de todos modos, no tenemos a nadie con quien hablar". Me dio aproximadamente la misma respuesta cuando me referí a la necesidad de cambiar el sistema electoral de Israel basado en una representación proporcional, que produce mayorías débiles en el mejor de los casos y una parálisis casi total en el peor. "Qué problema si el sistema está bloqueado; reformarlo no marcaría ninguna diferencia".

El mismo fatalismo se aplica directamente a la perspectiva de paz con los palestinos y el mundo árabe/musulmán en general. Es como si, paradójicamente, los israelíes hubieran internalizado el concepto de "tregua temporaria" defendido por su adversario Hamas, y hubieran dejado de lado el objetivo de paz a través de una solución de dos estados que alguna vez persiguieron con la Autoridad Palestina.

Para una mayoría de los israelíes hoy, el presente y el futuro previsible no tienen que ver con alcanzar la paz, sino con la gestión del conflicto, a través de la preservación de una disuasión creíble -una evaluación realista dura oscurecida por la percepción de que, si bien el tiempo no necesariamente está del lado de Israel, no existe ninguna alternativa-. Los israelíes no quieren hacerse ilusiones como lo hicieron en los años 1990 durante el llamado proceso de paz de Oslo.

El mismo fatalismo también se aplica a las relaciones con el mundo exterior. Una mayoría de los israelíes están incluso más convencidos hoy de lo que estaban ayer de que sólo pueden contar consigo mismos y, marginalmente, con la diáspora judía. Esta visión no sólo tiende a alentar un proceso de auto-aislamiento, sino que plantea cuestiones serias en el largo plazo. Al final de cuentas, existen sólo 13,2 millones de judíos en el mundo y cerca de 1.300 millones de musulmanes.

Israel necesita aliados, porque su seguridad extrema depende de su legitimidad casi tanto como de su capacidad de disuasión. Si cada éxito militar relativo está acompañado de una derrota política absoluta, como fue el caso con las recientes operaciones militares en Gaza, ¿cuál es la relación entre costos y beneficios?

Estas profundas emociones israelíes son el producto del encuentro entre el peso del pasado y la "fatalidad" del presente. Se podría decir, sin caer en exageraciones, que el peso del Holocausto está aún más presente hoy que hace décadas. Al instar a la destrucción de la "entidad sionista", el presidente de Irán trae a la mente un tema sensible. Poco más de 60 años después de la Shoah, uno no juega ligeramente con una evocación semejante de la destrucción. En un mundo donde, para muchos israelíes y judíos no israelíes, Israel se está convirtiendo para la comunidad de naciones en lo que los judíos alguna vez fueron para la comunidad de los pueblos- un estado paria, si no un chivo expiatorio eterno-, la memoria de la Shoah resuena con venganza.

Por otra parte, existe un gran alivio con el status quo . Después de todo, si uno recorre a pie las playas de Tel Aviv, los dramas de Gaza controlada por Hamas y del sur del Líbano controlado por Hezbollah parecen muy alejados.

Si Estados Unidos quiere involucrarse seriamente en una iniciativa de paz renovada, no puede ni ignorar ni aceptar pasivamente la jerarquía de las emociones israelíes. Pero crear un nuevo equilibro que contenga un poco menos de obsesión por Irán y un poco más de preocupación por los palestinos es un desafío enorme.

Fuente: www.project-syndicate.org

¿Volverán los desequilibrios globales?

Por: Barry Eichengreen

Los futuros libros de historia, dependiendo de quién los escriba, adoptarán uno de dos enfoques para determinar la responsabilidad de la actual crisis económica y financiera.

Un enfoque será culpar la laxitud de las normativas, la política monetaria complaciente y el nivel de ahorro inadecuado en los Estados Unidos. El otro, que ya está siendo promovido por funcionarios estadounidenses actuales y pasados, como Ben Bernanke y Alan Greenspan, culpará a la inmensa reserva de liquidez generada por países con altos niveles de ahorro del Este Asiático y el Oriente Medio. Toda esa liquidez, argumentarán, tenía que ir a algún lugar. Su destino lógico era el país con los mercados financieros mejor desarrollados, Estados Unidos, donde elevó los precios de los activos a alturas insostenibles.

Nótese lo único en que ambos campos están de acuerdo: el desequilibrio del ahorro global –bajo en Estados Unidos y alto en China y otros mercados emergentes- jugó un papel clave en la crisis, al permitir a los estadounidenses vivir más allá de sus medios. Estimuló a los financistas que estaban ansiosos por ganar rentabilidades sobre fondos abundantes a destinar una mayor parte de ellos a un uso especulador. Si hay consenso en un tema, ese es la imposibilidad de comprender la burbuja y el colapso sin considerar el papel de los desequilibrios globales.

En consecuencia, para prevenir que en futuro ocurran crisis similares a la actual es necesario solucionar el problema de los desequilibrios globales. En este tema, las señales tempranas son reconfortantes. Los hogares estadounidenses están ahorrando nuevamente. El déficit comercial estadounidense ha bajado desde US$ 60 mil millones al mes a sólo US$26 mil millones, según datos recientes. Por simple aritmética, sabemos que el resto del mundo está teniendo menores superávits también.

Sin embargo, una vez que los hogares estadounidenses reconstituyan sus cuentas de jubilación, es posible que vuelvan a sus hábitos de derroche. De hecho, la administración Obama y la Reserva Federal están haciendo lo posible por estimular el gasto estadounidense. La única razón de que el déficit comercial de EE.UU. esté disminuyendo es el hecho de que el país sigue estando en una grave recesión, lo que hace que tanto sus exportaciones como sus importaciones caigan en paralelo.

Con la recuperación, ambas pueden volver a sus niveles anteriores, y regresará el déficit externo de EE.UU. de un 6% de su PGB. De hecho, no ha habido cambios en los precios relativos o la depreciación del dólar estadounidense de una magnitud que haga augurar un cambio permanente en los patrones de comercio y gasto.

El que haya o no una reducción permanente de los desequilibrios globales dependerá principalmente de decisiones que se han de tomar fuera de los Estados Unidos, especialmente en países como China. La predicción de cuáles serán esa decisiones depende a su vez de por qué esos países llegaron a tener superávits tan grandes en primer lugar.

Una visión es que sus superávits fueron el corolario de las políticas que favorecían el crecimiento orientado a las exportaciones que tan bien funcionaron durante tanto tiempo. Los gobernantes chinos son reluctantes, lo que es comprensible, a abandonar un modelo ya probado. No pueden reestructurar su economía instantáneamente, ni hacer que los trabajadores pasen de pintar juguetes en Guangdong a construir escuelas en China occidental de la noche a la mañana. Necesitan tiempo para construir una red de seguridad social que les permita reducir el ahorro preventivo. Si esta visión es correcta, podemos esperar ver un resurgimiento de los desequilibrios globales una vez que haya pasado la recesión, y que a partir de entonces se vaya atenuando sólo lentamente.

La otra postura es que China contribuyó a los desequilibrios globales no a través de sus exportaciones de mercancías, sino mediante sus exportaciones de capital. Lo que a China le faltaba no era demanda de bienes de consumo, sino una oferta de activos financieros de alta calidad. Los encontró en los Estados Unidos, principalmente en la forma de bonos del Tesoro y otros valores respaldados por el gobierno, lo que su vez impulsó a otros inversionistas a realizar inversiones más especulativas.

Los acontecimientos recientes no han mejorado la reputación de EE.UU. como proveedor de activos de alta calidad. Y China, por su parte, seguirá desarrollando sus mercados financieros y su capacidad de generar activos financieros de alta calidad internamente. Mientras tanto. EE.UU. sigue teniendo los mercados financieros con mayor liquidez del mundo. Esta interpretación nuevamente implica el resurgimiento de desequilibrios globales una vez que acabe la recesión, y su muy gradual atenuación a partir de ese momento.

Una cosa que podría cambiar este pronóstico es que China llegue a ver la inversión en activos financieros estadounidenses como una potencial pérdida de dinero. La perspectiva de unos interminables déficits presupuestarios en Estados Unidos podría generar temores de sufrir pérdidas con los bonos del Tesoro. Una política de facto de tratar de borrar la deuda mediante inflación podría agravar tales temores. En ese punto China podría quitar el tapón, el dólar colapsaría y la Fed se vería obligada a elevar los tipos de interés, sumiendo los Estados Unidos en la recesión.

Existen dos esperanzas de evitar este desastroso resultado. Una es confiar en la buena voluntad china para estabilizar a EE.UU. y a las economías del mundo. La otra es que la administración Obama y la Fed den detalles sobre cómo piensan eliminar el déficit presupuestario y evitar la inflación una vez que acabe la recesión. Claramente, es preferible la segunda opción. Después de todo, siempre es mejor controlar el destino propio.

Fuente: www.project-syndicate.org

jueves, 28 de mayo de 2009

Paz mediante desarrollo

Por: Jeffrey D. Sachs

La política exterior americana ha fracasado en los últimos años principalmente porque los Estados Unidos han recurrido a la fuerza para abordar problemas que requieren asistencia para el desarrollo y diplomacia. En lugares como el Sudán, Somalia, el Pakistán y el Afganistán hay jóvenes que se hacen guerreros porque carecen de un puesto de trabajo remunerado. Las ideologías extremas influyen en las personas cuando no pueden alimentar a sus familias y cuando la falta de acceso a la planificación familiar propicia una indeseada explosión demográfica. El Presidente Barack Obama ha infundido esperanzas sobre una nueva estrategia, pero hasta ahora las fuerzas de la continuidad en la política de los EE.UU. están prevaleciendo sobre las fuerzas del cambio.

La primera regla para evaluar la estrategia real de un gobierno es la de seguir el camino del dinero. Los Estados Unidos dedican un gasto más que excesivo al ejército en comparación con otros sectores del Estado. Los proyectados presupuestos de Obama no cambian al respecto. Para el próximo ejercicio económico de 2010, el presupuesto de Obama va a dedicar 755.000 millones de dólares a gasto militar, cantidad que excede el gasto presupuestado de los EE.UU. en todos los demás sectores, excepto el llamado gasto “obligatorio” en seguridad social, atención de salud, pago de intereses de la deuda nacional y otras pocas partidas.

De hecho, el gasto militar de los EE.UU. excede la suma de desembolsos presupuestarios federales destinados a educación, agricultura, cambio climático, protección medioambiental, protección de los oceános, sistemas energéticos, seguridad interna, vivienda de protección oficial, parques nacionales y ordenación del territorio nacional, sistema judicial, desarrollo internacional, operaciones diplomáticas, carreteras, transporte público, asuntos relativos a los veteranos, ciencia y exploración del espacio, investigación e innovación civiles, ingeniería civil para vías fluviales, embalses, puentes, alcantarillado y tratamiento de residuos, desarrollo comunitario y muchos otros sectores.

Esa preponderancia del gasto militar es aplicable a los diez años de proyecciones a mediano plazo de Obama. En 2019, se prevé que el gasto militar total ascienda a 8,2 billones de dólares, lo que excederá en 2 billones de dólares los desembolsos presupuestarios correspondientes a todo el gasto presupuestario no obligatorio.

El gasto militar de los EE.UU. es igualmente excepcional, si lo consideramos desde una perspectiva internacional. Según el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz, el gasto militar total en dólares constantes de 2005 ascendió a 1,4 billones de dólares en 2007. Dicho de otro modo, los EE.UU. gastan aproximadamente la misma cantidad que el resto del mundo en conjunto, tónica a la que el gobierno de Obama no da señales de poner fin.

Las decisiones políticas adoptadas en los últimos meses ofrecen pocas esperanzas más de un cambio fundamental en la orientación de la política exterior de los EE.UU. Si bien los EE.UU. han firmado un acuerdo con el Iraq para abandonar el país al final de 2011, en el Pentágono se habla de que tropas “no combatientes” de los EE.UU. permanecerán en el país durante años o decenios por venir.

Resulta fácil ver que la persistencia de la inestabilidad en el Iraq, la influencia iraní y la presencia de Al Qaeda incitará a las autoridades americanas a seguir la vía “segura” de una participación militar continua. Algunos oponentes de la guerra del Iraq, entre los que me cuento, creen que un objetivo fundamental –y profundamente errado– de la guerra desde el principio ha sido el de crear una base militar (o varias) a largo plazo en el Iraq, aparentemente para proteger las rutas del petróleo y las concesiones petroleras. Sin embargo, como muestran los ejemplos del Irán y de Arabia Saudí, semejante presencia a largo plazo provoca tarde o temprano una reacción explosiva.

Los motivos de preocupación son aún mayores en el Afganistán y el Pakistán. La guerra de la OTAN contra los talibanes en el Afganistán no va bien, hasta el punto de que el general en jefe de las tropas de los EE.UU. ha sido destituido este mes. Los talibanes están ampliando también su influencia en el vecino Pakistán.

Tanto el Afganistán como las provincias vecinas del Pakistán son regiones empobrecidas, con un desempleo enorme, poblaciones juveniles enormes, sequías prolongadas, hambre generalizada y privación económica omnipresente. A los talibanes y a Al Qaeda les resulta fácil movilizar a guerreros en semejantes condiciones.

El problema radica en que en semejantes condiciones una reacción militar de los EE.UU. resulta esencialmente inútil y puede inflamar con facilidad la situación en lugar de resolverla. Entre otros problemas, los EE.UU. recurren en gran medida a aviones teledirigidos y a bombarderos, que provocan un gran número de víctimas civiles, lo que está inflamando las actitudes públicas contra los EE.UU. Después de un desastre reciente, en el que murieron más de cien civiles, el Pentágono insistió inmediatamente en que continuarían esas operaciones de bombardeo. Según una encuesta reciente, existe una abrumadora oposición pakistaní a las incursiones militares de los EE.UU. en su país.

Obama está doblando la apuesta en el Afganistán, al aumentar el número de soldados de los EE.UU. de 38.000 a 68.000 y más tal vez más adelante. También existen riesgos de que los EE.UU. acaben participando mucho más intensamente en los combates en el Pakistán. El nuevo general en jefe de los EE.UU. en el Afganistán es, según dicen, especialista en “contrainsurgencia”, lo que podría entrañar perfectamente una participación subrepticia de agentes secretos de los EE.UU. en el Pakistán. De ser así, los resultados podrían ser catastróficos y provocar la extensión de la guerra en un país inestable de 180 millones de habitantes.

Sin embargo, lo desconcertante es no sólo la implacable financiación y extensión de la guerra, sino también la falta de una estrategia substitutiva de los EE.UU. Obama y sus asesores principales han hablado periódicamente de la necesidad de abordar las causas subyacentes del conflicto, incluidos el desempleo y la pobreza. Se ha recomendado destinar unos miles de millones de dólares para financiar la ayuda al Afganistán y al Pakistán, pero sigue siendo una cantidad pequeña comparada con los desembolsos militares y falta un marco global para apoyar el desarrollo económico.

Antes de invertir centenares de miles de millones de dólares más en operaciones militares que fracasarán, el gobierno de Obama debe replantearse su política y proponer una estrategia viable a los ciudadanos de los EE.UU. y del mundo. Ya es hora de que se aplique una estrategia de paz mediante el desarrollo sostenible, incluidas inversiones en salud, educación, medios de sustento, agua y saneamiento y riego en los lugares conflictivos actuales, empezando por el Afganistán y el Pakistán.

Una estrategia semejante no puede surgir simplemente como un subproducto de las campañas militares de los EE.UU, sino que se deberá formular proactivamente, con carácter urgente y en estrecha asociación con los países afectados y sus comunidades. Un cambio de orientación centrado en el desarrollo económico salvará un número enorme de vidas y convertirá los inconcebiblemente onerosos costos económicos de la guerra en beneficios económicos mediante el desarrollo. Obama debe actuar antes de que la crisis actual estalle y llegue a ser un desastre aún mayor.

Fuente: www.project-syndicate.org

Anatomía del thatcherismo

Por: Robert Skidelsky

Este mes se cumplen treinta años de que Margaret Thatcher llegó al poder. Si bien las condiciones locales precipitaron la revolución de Thatcher (o de manera más amplia, de Thatcher-Reagan), ésta se convirtió en una etiqueta instantáneamente reconocida a nivel mundial para una serie de ideas que dieron origen a políticas orientadas a liberar a los mercados de la interferencia gubernamental. Tres décadas después, el mundo está en recesión y muchos atribuyen la crisis global a esas ideas.

En efecto, incluso fuera de la izquierda política, se considera que el modelo angloestadounidense de capitalismo ha fracasado. Se le culpa de la debacle económica casi total. Pero una visión retrospectiva a treinta años nos permite juzgar qué elementos de la revolución de Thatcher deben conservarse y cuáles deben modificarse a la luz de la actual desaceleración económica mundial.

Resulta obvio que lo que más necesita modificarse es la noción de que los mercados con un mínimo de injerencia y regulación son más estables y más dinámicos que los que están sujetos a la intervención del gobierno. Dicho de otro modo, la premisa del thatcherismo era que el fracaso del gobierno es una amenaza mucho mayor a la prosperidad que el fracaso del mercado.

Esto siempre fue una mala interpretación de la historia. Los anales muestran que en el período 1950-1973, cuando la intervención del gobierno en las economías de mercado alcanzó su punto más alto en épocas de paz, se registró un éxito económico único, sin recesiones globales y con tasas de crecimiento del PIB –y del PIB per cápita—más rápidas que en ningún período comparable, anterior o posterior.

Se puede argumentar que el desempeño económico habría sido aun mejor con menos intervención del gobierno. Pero los mercados perfectos no son más reales que los gobiernos perfectos. Todo lo que tenemos son comparaciones entre lo que sucedió en distintos momentos. Lo que estas comparaciones muestran es que los mercados con gobierno se han desempeñado mejor que los mercados sin gobierno.

No obstante, para la década de los setenta, la economía política previa al thatcherismo estaba en crisis. El síntoma más notorio de ello fue el surgimiento de la “estanflación” – un aumento simultáneo de la inflación y el desempleo. Algo había salido mal en el sistema de administración económica que había legado John Maynard Keynes.

Adicionalmente, el gasto del gobierno estaba creciendo, los sindicatos se estaban volviendo más combativos, las políticas para controlar los pagos no funcionaban y las expectativas de dividendos estaban disminuyendo. Muchos consideraban que el gobierno había abarcado más de lo que podía controlar, y que era necesario, o bien reforzar su control, o bien reducir su alcance. El thatcherismo surgió como la alternativa más aceptable al socialismo de Estado.

Nigel Lawson fue el segundo ministro de finanzas de Thatcher. De los esfuerzos antiinflacionarios del gobierno nación la “doctrina Lawson”, que se enunció por primera vez en 1984 y desde entonces recibió amplia aceptación entre los gobiernos y los bancos centrales. Lawson dijo que “La conquista de la inflación debe ser el objetivo de la política macroeconómica. Y la creación de condiciones conducentes al crecimiento y el empleo debe ser el objetivo de la política microeconómica.”

Esta propuesta derrocó la ortodoxia keynesiana previa de que la política macroeconómica debía tener como objetivo el pleno empleo y el control de la inflación debía dejarse a las políticas salariales. No obstante, a pesar de todas las reformas “del lado de la oferta” que introdujeron los gobiernos del thatcherismo, el desempleo ha sido mucho mayor desde los años ochenta que en los cincuenta o sesenta –7.4% en promedio en el Reino Unido, en comparación con 1.6% en las décadas anteriores.

¿Y los objetivos de inflación? También en este punto el historial desde 1980 ha sido desigual, a pesar de la enorme presión deflacionaria que ha ejercido la competencia de salarios bajos de Asia. La inflación en los períodos 1950-1973 y 1980-2007 fue más o menos la misma –apenas superior al 3%– mientras que la fijación de objetivos de inflación no ha logrado evitar una sucesión de burbujas de valores que han generado recesiones.

La política del thatcherismo tampoco ha tenido éxito en uno de sus principales objetivos –reducir la proporción del gasto de gobierno en el ingreso nacional. Lo más que puede decirse es que detuvo su aumento durante un tiempo. Ahora el gasto público está creciendo nuevamente y los récords de déficit en tiempos de paz del 10% o más, se alargan durante años.

Al desregular los mercados financieros en todo el mundo, la revolución Thatcher-Reagan ocasionó la corrupción del dinero, sin mejorar el crecimiento de la riqueza anterior –salvo para los muy ricos. El ciudadano promedio del mundo habría sido 20% más rico si el PIB per cápita mundial hubiera crecido al mismo ritmo entre 1980 y 2007 que entre 1950 y 1973—y eso a pesar de las elevadas tasas de crecimiento de China en los últimos 20 años. Además, al desatar el poder del dinero, el thatcherismo, pese a todas sus prédicas sobre la moralidad, contribuyó a la decadencia moral de Occidente.

En contraste con estos formidables defectos, hay tres virtudes. La primera es la privatización. Al poner nuevamente la mayoría de las industrias propiedad del Estado en manos privadas, la revolución de Thatcher eliminó el socialismo de Estado. La mayor influencia del programa de privatización británico se dio en los países ex comunistas, que extrajeron las ideas y técnicas necesarias para desmantelar las economías planificadas tan ineficientes. Este avance debe conservarse ante el clamor actual para “nacionalizar” los bancos.

El segundo éxito de Thatcher fue debilitar a los sindicatos. Para la década de los setenta, los sindicatos, establecidos para proteger a los débiles frente a los fuertes, se habían convertido en enemigos del progreso económico, una gran fuerza de conservadurismo social. Fue acertado alentar una nueva economía que creciera por fuera de estas estructuras anquilosadas.

Por último, el thatcherismo acabó con la política de fijar precios y salarios por imposición central o mediante “arreglos” tripartitas entre los gobiernos, los empleadores y los sindicatos. Estos eran los métodos del fascismo y el comunismo y habrían terminado por destruir no sólo la libertad económica sino también la política.

Los péndulos políticos a menudo oscilan demasiado. Al reconstruir la destrozada economía post-thatcheriana debemos tener cuidado de no resucitar las políticas fallidas del pasado. Me sigue pareciendo útil la distinción que hacía Keynes entre la agenda y la no agenda de la política. Keynes pensaba que mientras el gobierno central asumiera la responsabilidad de mantener un nivel alto y estable de empleo, el resto de la vida económica podía quedar libre de interferencias oficiales. La principal tarea de hoy es crear una división adecuada de la responsabilidad entre el Estado y el mercado a partir de esta idea.

Fuente: www.project-syndicate.org

martes, 26 de mayo de 2009

Literatura y diplomacia

Por: Jorge Edwards

En el Chile antiguo había una presencia notoria, más o menos constante, de los escritores en la diplomacia chilena. Esto no sólo ocurría en las agregadurías culturales sino en todos los niveles del escalafón, desde embajadores hasta terceros secretarios y cónsules. La lista de autores diplomáticos sería larga y no faltarían algunos de nuestros nombres más ilustres: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Alberto Blest Gana, Federico Gana, Pedro Prado.

En el ministerio de mi tiempo uno se encontraba a cada rato con Juan Guzmán Cruchaga, Humberto Díaz Casanueva, Salvador Reyes, Antonio de Undurraga, Carlos Morla Lynch. Algunos eran mejores escritores que otros; más de alguno practicaba una diplomacia más bien distraída; pero siempre había una chispa, un destello, una manera diferente de enfocar los problemas.

Carlos Morla, por ejemplo, bajo cuyas órdenes trabajé en la Embajada en Francia, se trasladaba en metro, de frac y condecoraciones, desde el caserón de la avenida de la Motte-Picquet hasta el Palacio del Elíseo. Me atrevo a pensar que ninguno de los actuales embajadores se atrevería a hacer lo mismo, pese a que la cortesía de la puntualidad es mucho más importante que la del automóvil de lujo.

El general De Gaulle, que gobernaba en aquellos tiempos prehistóricos, se divertía con el humor original de nuestro representante y conversaba con él en los ratos perdidos que ocurren durante las ceremonias: las colocaciones de ofrendas florales en la tumba del Soldado Desconocido y esas cosas. Y una tarde, cuando Morla regresaba en su asiento del tren subterráneo, una señora francesa exclamó: ¡qué anciano más bonito!

Se terminó esa tradición, entre tantas otras, y no sé si salió perdiendo la literatura, pero estoy seguro de que la diplomacia sí perdió más de algo, por lo menos en cuanto al humor y al espíritu, y me parece que los profesionales y los practicantes de hoy ni siquiera se han dado cuenta. He pensado en esto porque estuve hace poco en Lima, durante los festejos del 170º aniversario del diario El Comercio, y me encontré con el canciller García Belaúnde, a quien había conocido en épocas pasadas, en la casa de un amigo común.

García Belaúnde es un diplomático de larga carrera y es, aparte de eso, un conocedor avezado de la literatura francesa. Después de los saludos de rigor, me mostró un reloj de esfera redonda, de acero bruñido, que tenía una frase grabada en forma circular. La frase decía textualmente: Longtemps je me suis couché de bonne heure (Durante largo tiempo me he acostado temprano). Me contó que había comprado ese reloj en Illiers, en casa de la tía Leonie. La frase, como ustedes a lo mejor saben, es la primera de la obra monumental de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido; en cuanto a Illiers, pueblo situado en la Normandía occidental, a poca distancia de la catedral de Chartres, se llama Combray en la novela proustiana y es el escenario de las primeras páginas del libro.

En resumen, pura literatura, y no está mal que una conversación entre personas que provienen de países diferentes se articule a partir de un gran texto de ficción y de personajes que existieron en la historia real, pero que fueron reinventados por la imaginación novelesca. Si el diálogo parte de ahí, no es absolutamente necesario reducirlo al paralelo tal, al hito cual, al tratado de tal año, a una compra de aviones de guerra anunciada y ni siquiera consumada.

La tía Leonie, el señor Charles Swann con sus devaneos amorosos, la madre del novelista que se olvida de subir a darle un beso de despedida, o la enérgica y campechana Françoise, que rompe a palos una pirámide de azúcar en la mesa del repostero, introducen atmósferas diferentes, fascinantes, que permiten enfocar temas escabrosos con mayor soltura.

En un almuerzo anterior, había conversado con la embajadora de Francia sobre el hecho ejemplar de que su país y Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial y de siglos de enfrentamiento bélico, hayan conseguido superar los enormes temas que los dividían y estructurar una alianza extraordinaria, verdadero corazón y motor de la unidad europea. Según ella, los dos pueblos no estaban en absoluto preparados para seguir ese camino, pero hubo dos hombres extraordinarios, que concibieron todo el asunto y lo llevaron adelante contra viento y marea: el general Charles de Gaulle y el canciller Konrad Adenauer.

No sé si la teoría de los hombres providenciales en la historia me convence del todo, pero la tesis de la embajadora me pareció interesante. Pocas horas más tarde, en la ceremonia misma del aniversario, me encontré en una mesa redonda en la que participaba en vivo Mario Vargas Llosa y en la que intervenía desde México, vía satélite, el historiador Enrique Krauze. En el puesto de honor, rodeado por los directores de la vieja empresa periodística, se encontraba el presidente Alan García. Cuando me tocó el turno, me permití plantear con la mayor candidez, sin temores reverenciales, por decirlo de algún modo, un punto delicado, de enorme vigencia. Antes advertí que había dejado de ser diplomático hace más de 30 años, en los primeros días de octubre de 1973, y que por tanto hablaba a título puramente personal. Mi punto era el siguiente: el de las reticencias, reservas, temores mutuos, en que nos llevamos el Perú y Chile desde hace más de 100 años, a pesar de nuestra evidente unidad cultural, geográfica, de todo orden. Si alcanzáramos un entendimiento de fondo, sin vuelta atrás, sin criterios del siglo XIX, entre Chile, Perú y Bolivia, toda la atmósfera política del Cono Sur, y por tanto de América Latina entera, sería diferente. Quizá se necesitaban hombres providenciales para lograrlo, pero probablemente existían y a lo mejor estaban en esa misma mesa (detalle que provocó risas y hasta aplausos de la concurrencia).

El presidente García, que escuchaba el debate con suma atención y tomaba apuntes, pidió el micrófono al final, a pesar de que su intervención no formaba parte del programa. Resumió los puntos debatidos sobre democracia y libertad en la región y debo reconocer que lo hizo con maestría, con evidente experiencia académica. Tocó en seguida el tema de las relaciones con Chile y dijo más o menos lo siguiente: que estamos unidos por un destino común, aunque no nos guste, y que somos un matrimonio que tiene sus etapas difíciles, sus malos entendidos, y sus momentos buenos, como casi todos matrimonios. Francia y Alemania tocaron fondo, llegaron al extremo del horror y de la destrucción, y a la salida de la conflagración no tuvieron más remedio que ponerse de acuerdo. Nosotros, en cambio, no hemos llegado al abismo y no hemos conocido la misma necesidad de reconciliación.

Es una versión de la política de lo peor aplicada a las relaciones internacionales, pero no significa, naturalmente, que debamos sufrir mucho más para ponernos de acuerdo al final de un terrible recorrido. Era, más bien, un llamado a la sensatez, una indicación de que nuestras eventuales desavenencias son pasajeras y de que la cordura y la amistad van a prevalecer. En otras palabras, era un llamado a la paciencia y al trabajo diplomático en serio. En lo cual el aporte de Marcel Proust y el de la tía Leonie nunca son desdeñables.

Fuente: El País

domingo, 24 de mayo de 2009

40 destacados economistas norteamericanos firman una declaración a favor de la resindicalización de la vida económica

Aunque su colapso ha dominado la reciente cobertura de noticias por parte de los medios de comunicación, el sector financiero no es el único segmento de la economía estadounidense que atraviesa graves dificultades. Las instituciones que gobiernan el mercado de trabajo han fracasado también, generando la insólita e insana situación actual, en la que la remuneración horaria de los trabajadores norteamericanos se ha estancado, a pesar del incremento de su productividad.

En efecto: entre 2000 y 2007, el ingreso del hogar mediano en edad laboral cayó en 2.000 dólares, un desplome sin precedentes. En ese tiempo, prácticamente todo el crecimiento económico de la nación fue a parar a un reducido número de norteamericanos ricos. Una de las razones de peso que explican este paso que va de una prosperidad ampliamente compartida a una creciente desigualdad es la erosión de la capacidad de los trabajadores para organizarse sindicalmente y negociar colectivamente.

Una respuesta natural de los trabajadores incapaces de mejorar su situación económica es organizarse sindicalmente para negociar una participación más equitativa en los resultados de la economía, y ese deseo queda bien reflejado en encuestas recientes. Millones de trabajadores norteamericanos –más de la mitad de los que no tienen cargos ejecutivos— han dicho que desean la presencia de sindicatos en su puesto de trabajo. Sin embargo, sólo el 7,5% de los trabajadores del sector privado están ahora mismo representados por una organización sindical. Y en todo 2007, menos de 60.000 trabajadores lograron una posición sindical mediante elecciones sancionadas por el gobierno. ¿Qué es lo que explica tamaño hiato?

El problema es que el proceso electoral supervisado por el Comité Nacional de Relaciones Laborales ha degenerado y se ha vuelto hostil, con feroces campañas de la patronal para prevenir la sindicalización, a veces hasta el punto de incurrir en flagrante violación de la legislación laboral. Los simpatizantes de los sindicatos son rutinariamente amenazados y aun despedidos, y tienen pocos recursos efectivos para defenderse legalmente. Y aun cuando los trabajadores logren superar esa presión y votar por la presencia sindical en sus puestos de trabajo, dada la resistencia de la patronal, una de cada tres veces son incapaces de lograr contratos.

Para remediar esa situación, el Congreso está reflexionando sobre la oportunidad de la Ley de Libertad de Elección de los Empleados (EFCA, por sus siglas en inglés). Esa ley cumpliría tres propósitos: en primer lugar, daría a los trabajadores o la oportunidad de usar un mecanismo de firmas mayoritarias –instituyendo un procedimiento sencillo para que los trabajadores pudieran indicar, con sólo estampar una firma, su apoyo a la presencia sindical en el puesto de trabajo—, o la puesta en marcha de unas elecciones supervisadas por el Comité Nacional de Relaciones Laborales; en segundo lugar, triplicaría el castigo para los empresarios que despiden a sindicalistas o violan otras leyes laborales; y en tercer lugar, crearía un proceso capaz de garantizar que se dé a los empleados recién sindicalizados una oportunidad justa para obtener un primer contrato, pudiendo acudir a un arbitraje tras 120 días de negociaciones infructuosas.

La EFCA reflejará mejor los deseos de los trabajadores que la actual “guerra en torno a la representación”. La Ley rebajará también los niveles de acrimonia y desconfianza que acompañan ahora a menudo las elecciones sindicales bajo el presente sistema.

Una marea creciente sólo levanta todos los botes cuando el trabajo y la patronal negocian en condiciones de relativa igualdad. En las últimas décadas, el grueso del poder negociador ha estado del lado de la patronal. La actual recesión seguirá debilitando la capacidad de los trabajadores para negociar individualmente. Más que nunca, los trabajadores necesitan actuar colectivamente.

La EFCA no es una panacea, pero restauraría cierto equilibrio en nuestros mercados laborales. Como economistas, creemos que es de vital importancia avanzar en la reconstrucción de nuestra vida económica y robustecer nuestra democracia fortaleciendo la voz del pueblo trabajador en el puesto de trabajo.

Firman esta declaración: Henry J. Aaron, Brookings Institution; Katharine Abraham, University of Maryland; Philippe Aghion, Massachusetts Institute of Technology; Eileen Appelbaum, Rutgers University; Kenneth Arrow, Stanford University; Dean Baker, Center for Economic and Policy Research; Jagdish Bhagwati, Columbia University; Rebecca Blank, Brookings Institution; Joseph Blasi, Rutgers University; Alan S. Blinder, Princeton University; William A. Darity, Duke University; Brad DeLong, University of California/Berkeley; John DiNardo, University of Michigan; Henry Farber, Princeton University; Robert H. Frank, Cornell University; Richard Freeman, Harvard University; James K. Galbraith, University of Texas; Robert J. Gordon, Northwestern University; Heidi Hartmann, Institute for Women’s Policy Research; Lawrence Katz, Harvard University; Robert Lawrence, Harvard University; David Lee, Princeton University; Frank Levy, Massachusetts Institute of Technology; Lisa Lynch, Brandeis University; Ray Marshall, University of Texas; Lawrence Mishel, Economic Policy Institute; Robert Pollin, University of Massachusetts; William Rodgers, Rutgers University; Dani Rodrik, Harvard University; Jeffrey D. Sachs, Columbia University; Robert M. Solow, Massachusetts Institute of Technology; William Spriggs, Howard University; Joseph E. Stiglitz, Columbia University; Peter Temin, Massachusetts Institute of Technology; Mark Thoma, University of Oregon; Lester C. Thurow, Massachusetts Institute of Technology; Laura Tyson, University of California/Berkeley; Paula B. Voos, Rutgers University; David Weil, Boston University; Edward Wolff, New York University.

Fuente: www.sinpermiso.info

Obama, maestro de jiu-jitsu

Por: Moisés Naím

Primero se lo hicieron los europeos. Luego fueron los hermanos Castro y, después, los ayatolás iraníes. Les siguieron los jefes de las empresas de salud estadounidenses. Y para rematar, los congresistas de su propio partido. No pasa un día sin que algún personaje o grupo poderoso le ponga una zancadilla a Barack Obama.

Comenzó con las aclamaciones y emocionadas promesas de colaboración que Obama recibió durante su viaje a Europa en abril. Pero los aplausos y promesas no terminaron en nada concreto. Obama fue a la cumbre del G-20 en Londres con la esperanza de que allí se acordara el estímulo fiscal coordinado que él cree necesario para que la economía global salga de la crisis. Eso no pasó. Fue a la cumbre de la OTAN con la esperanza de persuadir a los líderes europeos de aumentar sus esfuerzos militares en Afganistán y Pakistán. Allí tampoco pasó nada.

Obama anunció que había decidido reducir el embargo a Cuba y explicó que éste era el inicio en un proceso que debería llevar a la normalización de las relaciones. "Yo ya di el primer paso", dijo Obama, "ahora le toca al Gobierno cubano". Y el Gobierno cubano respondió inmediatamente. No con uno, sino con dos pasos: uno hacia adelante y otro hacia atrás. "Le decimos a Obama que podemos discutirlo todo: derechos humanos, libertad de prensa, presos, todo...", dijo Raúl Castro. Pero después de que Obama expresara su beneplácito ante esta respuesta, Fidel le aclaró que no debía equivocarse: "Sin duda que el presidente interpretó mal la declaración de Raúl". El hermano mayor explicó que lo que había dicho el presidente de Cuba no significaba más que "una muestra de valentía y confianza en los principios de la revolución". Es decir, que la respuesta cubana a la apertura de Obama fue... nada.

Lo mismo pasó con los iraníes. Desde que era candidato presidencial, Obama ha dicho que considera prioritario mejorar las relaciones con Irán. Con motivo del año nuevo iraní, Obama grabó un vídeo subtitulado en farsi donde reiteró su compromiso con "un nuevo comienzo en la relación... basada en el respeto mutuo. Estados Unidos desea que la Republica Islámica de Irán tome su merecido lugar en la comunidad de naciones". La parca respuesta de un funcionario iraní fue que Estados Unidos debía reconocer los errores que había cometido en el pasado y enmendar su conducta. "Hechos, y no palabras, es lo que queremos", dijo. Quizás para recalcar este mensaje Irán acababa de lanzar con éxito un misil de 2.000 kilómetros de alcance. Además, el régimen de Teherán ha respondido a todos los gestos conciliatorios de Obama, reiterando que su programa nuclear no se puede detener.

Esto de responder a las iniciativas conciliatorias de Obama con medidas agresivas no es prerrogativa de líderes de otros países. Comparados con los ejecutivos del sector de salud estadounidense, los ayatolás iraníes o los hermanos Castro son niños de pecho. Obama convocó a la Casa Blanca a los jefes de la industria de los seguros médicos, de los hospitales, empresas farmacéuticas y demás gremios del sector. El propósito de la reunión era llegar a acuerdos para bajar los costos de la prestación de servicios de salud en Estados Unidos, los más altos del mundo. Pocos días después de firmados los acuerdos preliminares, se supo que esos mismos grupos estaban preparando una masiva campaña publicitaria atacando las reformas de Obama. Al menos, estos grupos están defendiendo intereses económicos claros. Lo que no está nada claro es qué es lo que defienden los 90 senadores (de un total de 100) que votaron en contra de la decisión de transferir a los 240 detenidos que aún quedan en Guantánamo y cerrar esa prisión. Esta solicitud de Obama ya había sido rechazada en la Cámara de Representantes. Cabe notar que entre los que se oponen a Obama se cuentan centenares de legisladores de su propio partido.

¿Quiere decir todo lo anterior que Obama está fracasando? No. Todas éstas son negociaciones que están en pleno desarrollo y donde Obama cuenta con enormes posibilidades de obtener mucho de lo que quiere. La agilidad política de Obama es ya casi legendaria y ha dado muestras de saber cómo responder a las zancadillas y usar a su favor el peso de sus rivales para ganarles (véase, Clinton, Hillary). Obama es un virtuoso en el uso de las técnicas del jiu-jitsu -el arte marcial japonés- aplicado a la política. En japonés, jiu-jitsu significa el arte de la suavidad.

FUente: El País

jueves, 21 de mayo de 2009

miércoles, 20 de mayo de 2009

Frei, Ominami y Piñera: Falacias de renovación y necesidad de alternancia

Por: Gonzalo Bustamante Kuschel

Desde hace un tiempo a la fecha se escucha con fuerza dos proposiciones:
a. Se requiere una renovación en la política. b. La esencia de la Democracia es la alternancia.

Ambas proposiciones parecen razonables, aunque no necesariamente ciertas, habría que establecer ciertas precisiones.

Primero, no es lo mismo si nos referimos a un país que ha estado, por inoperancia, en una profunda crisis en años, a uno que no. Si vamos a nuestro caso, hay dos factores en los últimos 20 años:
Es uno de los períodos de mayor estabilidad política y desarrollo económico. Segundo, es el período de mayor participación política prolongada que se ha conocido. ¿Invalida esto necesariamente las dos proposiciones iniciales? No, pero invita a matizar.

Sobre la necesaria renovación, esta parte de dos premisas: la clase política ha fracasado y además poseerían una “moralidad” por debajo de la media nacional. Luego, se asume que una nueva generación, carecería de esos vicios, como si la “edad y frescura” fueran atributos de calidad moral o eficiencia profesional.

“Ser joven”, es un accidente de la edad biológica vinculado a aspectos generacionales determinados socialmente, por definición es transitoria, aunque algunos se esfuercen por tratar de mantenerla hasta llegar al ridículo. La juventud, como se tiene claro desde los griegos hasta la filosofía y psicología actual, no asegura, ni la posesión de ideas convenientes ni tampoco innovadoras. La renovación y calidad de la gestión, dependen de poseer las ideas apropiadas y las cualidades pertinentes. A modo de ejemplo, vale recordar que Hitler, con casi 44 años, es uno de los gobernantes más jóvenes de la Alemania moderna. Por el contrario, Deng Xiaping inicia la transformación de la China de Mao con cerca de 80.

Otra cosa es estimular algo muy necesario en toda sociedad: aumentar los esfuerzos para que a las nuevas generaciones no les pase lo que Maquiavelo alerta, que producto del ocio y la prosperidad, se vuelvan desinteresadas de la vida pública. En ese sentido, se necesita crear las condiciones para que los movimientos políticos y ciudadanos que tienden en esa línea puedan competir por ganarse un espacio, es parte de la vida republicana.

Sobre la segunda proposición, la necesidad democrática de alternancia, pasa algo similar. Sin duda, toda democracia debe estar abierta a la competencia, en igualdad de condiciones, por el poder político, a través del mecanismo que le es propio, las elecciones. De lo contrario ese sistema no merece el calificativo de democrático. Distinto es que una coalición o candidato crea que existe algo así como “ahora me toca a mí”, eso es ridículo. La democracia más consolidada del Asia, Japón, prácticamente no ha conocido la “alternancia desde la Segunda Guerra Mundial”. Suecia, desde los años 30 hasta ahora, en pocas ocasiones no ha estado gobernada por la Socialdemocracia (uno de esos casos es el actual) y Baviera, uno de los estados alemanes más prósperos, lleva 50 años gobernada por la CSU de centroderecha. Todos los casos anteriores, son ejemplos de estabilidad económica, política y diversidad social.

Frei, Piñera y Ominami deben demostrar quién de ellos posee las mejores ideas y los equipos más eficaces. “Alolarse”, hacer de la política un show o predicar la alternancia por “derecho propio” es simple faroleo y farandulización de la política, lo cual no es sano para un país.

FUente: La Tercera

martes, 19 de mayo de 2009

Es necesario reconsiderar la promoción de la democracia

Por: Joseph S. Nye

El presidente George W. Bush solía proclamar que la promoción de la democracia era uno de los objetivos centrales de la política exterior estadounidense. No es el único que ha utilizado esta retórica. La mayoría de los presidentes estadounidenses desde Woodrow Wilson han hecho declaraciones similares.

Por ello, cuando la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, testificó ante el Congreso hace unos meses sobre las tres “D” de la política exterior de su país, llamó la atención que hablara de defensa, diplomacia y desarrollo. La “D” de democracia brilló por su ausencia, lo que sugiere un cambio de política de la administración de Barack Obama.

Tanto Bill Clinton como George W. Bush frecuentemente hacían referencia a los efectos benéficos de la democracia sobre la seguridad. Citaban estudios de las ciencias sociales que demuestran que las democracias rara vez se declaran la guerra. No obstante, dicho con más cuidado, lo que los académicos indican es que las democracias liberales rara vez se declaran la guerra, y puede ser que una cultura constitucional liberal sea más importante que el mero hecho de las elecciones.

Si bien éstas son importantes, la democracia liberal es más que una "electocracia". Las elecciones sin limitaciones constitucionales y culturales pueden provocar violencia, como en Bosnia o en el caso de la Autoridad Palestina. Además, las democracias no liberales se han enfrentado, como sucedió con Ecuador y Perú en los años noventa.

A ojos de muchos críticos internos y externos, los excesos de la administración Bush devaluaron la idea de la promoción de la democracia. Al invocar la democracia para justificar la invasión de Iraq, Bush implicaba que se podía imponer por la fuerza de las armas. La palabra democracia quedó asociada con su peculiar variante estadounidense y adquirió una connotación imperialista.

Además, la exagerada retórica de Bush contrastaba a menudo con sus prácticas, con lo que se granjeó acusaciones de hipocresía. Para él era mucho más fácil criticar a Zimbabwe, Cuba y Birmania que a Arabia Saudita o Pakistán, y los reproches que hizo a Egipto en un principio pronto bajaron de tono.

No obstante, existe el peligro de reaccionar de manera exagerada a las fallas de las políticas de la administración Bush. El crecimiento de la democracia no es una imposición estadounidense y puede adoptar muchas formas. El deseo de una mayor participación se amplía a medida que las economías se desarrollan y los pueblos se ajustan a la modernización. La democracia no está en retirada. Freedom House, una organización no gubernamental, contaba 86 países libres al principio de la administración Bush, con un ligero incremento a 89 cuando ésta terminó.

La democracia sigue siendo una meta encomiable y extendida, pero es importante distinguir entre el objetivo y los medios que se utilizan para alcanzarlo. Hay diferencias entre la promoción agresiva y un apoyo más moderado a la democratización. Evitar la coerción, las elecciones prematuras y la retórica hipócrita no debería impedir una política paciente que recurra a la asistencia económica, la diplomacia tras bambalinas y los enfoques multilaterales a la ayuda para el desarrollo de la sociedad civil, el Estado de derecho y elecciones administradas correctamente.

Las formas en que practiquemos la democracia en casa son tan importantes como los métodos de política exterior que utilicemos para apoyarla en el extranjero. Cuando tratamos de imponer la democracia, la devaluamos. Cuando hacemos honor a nuestras mejores tradiciones, podemos estimular la emulación y crear el poder suave de la atracción. Este enfoque es lo que Ronald Reagan llamaba la “ciudad resplandeciente en la colina.”

Por ejemplo, muchas personas, tanto dentro como fuera de Estados Unidos veían con cinismo el sistema político estadounidense y aducían que estaba dominado por el dinero y cerrado a los extranjeros. La elección de Barack Hussein Obama en 2008 hizo mucho para restablecer el poder suave de la democracia estadounidense.

Otro aspecto de la práctica interna de la democracia liberal en Estados Unidos es cómo encara el país la amenaza del terrorismo. En el ambiente de miedo extremo que siguió a los ataques del 11 de septiembre de 2001, la administración Bush se dedicó a hacer interpretaciones jurídicas tortuosas del derecho nacional e internacional que mancharon la democracia estadounidense y redujeron su poder suave.

Afortunadamente, una prensa libre, un poder judicial independiente y una legislatura pluralista ayudaron a que esas prácticas se sometieran a debate público. Obama ha proclamado que cerrará la prisión de Guantánamo en un plazo de un año y ha desclasificado los memorandos legales que se utilizaron para justificar lo que ahora se considera de manera generalizada como tortura de los detenidos.

Pero el problema de cómo afrontar el terrorismo no es sólo una cuestión de historia. La amenaza persiste y es importante recordar que los pueblos con sistemas democráticos desean tanto libertad como seguridad.

En momentos de miedo extremo el péndulo se mueve hacia el lado de la seguridad. Durante la Guerra Civil, Abraham Lincoln suspendió el derecho de habeas corpus – el principio por el cual los detenidos pueden impugnar su arresto en un tribunal y Franklin Roosevelt encerró a los ciudadanos estadounidenses de origen japonés durante los primeros días de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando se les pregunta a algunos de los miembros más razonables de la administración Bush cómo pudieron adoptar las posiciones que adoptaron en 2002, citan los ataques con ántrax posteriores al 11 de septiembre, los informes de inteligencia sobre un inminente ataque con material nuclear y el miedo generalizado de un segundo ataque contra el pueblo estadounidense. En esas circunstancias, hay tensión entre la democracia y la seguridad.

El terrorismo es una forma de teatro. Logra sus efectos no con la destrucción misma, sino con la dramatización de actos atroces contra los civiles. El terrorismo es como el Ju-jitsu. El adversario más débil utiliza la fuerza del poderoso para derrotarlo.

Los terroristas buscan crear un ambiente de miedo e inseguridad en el que nosotros mismos nos dañemos socavando la calidad de nuestra democracia liberal. Para preservar y apoyar la democracia liberal, tanto en casa como en el extranjero, será esencial impedir nuevos ataques terroristas y al mismo tiempo entender y evitar los errores del pasado. Este es el debate que la administración Obama encabeza actualmente en Estados Unidos.

Fuente: www.project-syndicate.org

¿Un mundo desglobalizado?

Por: Dani Rodrik

Tal vez lleve unos meses o un par de años, pero de una manera u otra Estados Unidos y otras economías avanzadas finalmente se recuperarán de la crisis actual. Sin embargo, es improbable que la economía mundial siga siendo igual.

Incluso cuando termine la peor de las crisis, es probable que nos encontremos en un mundo en cierto modo desglobalizado, en el que el comercio internacional crezca a un ritmo más lento, en el que haya menos financiamiento externo y en el que el apetito de los países ricos por experimentar grandes déficits de cuenta corriente disminuya significativamente. ¿Esto desencadenará la tragedia para los países en desarrollo?

No necesariamente. El crecimiento en el mundo en desarrollo tiende a producirse en tres variantes diferentes. Primero viene el crecimiento generado por el préstamo externo. Segundo, el crecimiento como subproducto del alza rápida de las materias primas. Tercero, el crecimiento generado por una reestructuración económica y una diversificación en nuevos productos.

Los dos primeros modelos conllevan un riesgo mayor que el tercero. Pero no deberíamos perder el sueño por eso, porque son deficientes y, en definitiva, insostenibles. Lo que debería causar mayor preocupación son los potenciales apremios de los países en el último grupo. Estos países necesitarán implementar cambios importantes en sus políticas para ajustarse a las nuevas realidades de hoy.

Los dos primeros modelos de crecimiento invariablemente conducen a un mal final. El préstamo extranjero puede permitir que consumidores y gobiernos vivan más allá de sus posibilidades por un tiempo, pero confiarse en el capital extranjero es una estrategia desaconsejable. El problema no es solamente que los flujos de capital extranjero fácilmente pueden revertir la dirección, sino que también producen el tipo equivocado de crecimiento, basado en monedas sobrevaluadas e inversiones en bienes y servicios no comercializados, como vivienda y construcción.

El crecimiento generado por los altos precios de las materias primas también es susceptible a derrumbes, por razones similares. Los precios de las materias primas tienden a moverse en ciclos. Cuando están altos, son proclives a frenar las inversiones en manufacturas y otros productos comercializables no tradicionales. Es más, las alzas rápidas de las materias primas frecuentemente producen una política nefasta en los países con instituciones débiles, lo que conduce a costosas peleas por las rentas de los recursos, que rara vez se invierten de manera atinada.

De manera que no sorprende que los países que han producido un crecimiento estable y a largo plazo durante las últimas seis décadas sean los que confiaron en una estrategia diferente: promover la diversificación en bienes manufacturados y otros bienes "modernos". Al capturar una creciente porción de los mercados mundiales para manufacturas y otros productos no primarios, estos países aumentaron sus oportunidades de empleo doméstico en actividades de alta productividad. Sus gobiernos persiguieron no sólo buenos "fundamentos" (por ejemplo, estabilidad macroeconómica y una orientación hacia fuera), sino también lo que podrían llamarse políticas "productivistas": monedas subvaluadas, políticas industriales y controles financieros.

China es un ejemplo de este tipo de estrategia. Su crecimiento estuvo alimentado por una transformación estructural extraordinariamente rápida hacia un conjunto cada vez más sofisticado de bienes industriales. En los últimos años, China también se entusiasmó con un gran superávit comercial frente a Estados Unidos -la contraparte de su moneda subvaluada.

Ahora bien, no fue solamente China. Los países que venían creciendo rápidamente en el período previo a la gran crisis de 2008 normalmente tenían superávits comerciales (o déficits muy pequeños). Estos países no querían ser receptores de influjos de capital, porque eran conscientes de que esto causaría estragos a su necesidad de mantener competitivas a las monedas.

Hoy es parte de la opinión generalizada que los grandes balances externos -tipificados por la relación comercial entre Estados Unidos y China- contribuyeron de manera importante en la gran crisis. La estabilidad macroeconómica global requiere que evitemos esos grandes desequilibrios de cuenta corriente en el futuro. Pero un retorno al crecimiento alto en los países en desarrollo requiere que los mismos reanuden su presión a favor de bienes y servicios comercializables. En el pasado, esta presión prosperó gracias a la voluntad de Estados Unidos y unas pocas naciones desarrolladas de experimentar grandes déficits comerciales. Esta ya dejó de ser una estrategia posible para los países en desarrollo de grandes y medianos ingresos.

De manera que, ¿los requerimientos de estabilidad macroeconómica global y de crecimiento para los países en desarrollo se contraponen mutuamente? ¿La necesidad de los países en desarrollo de generar grandes incrementos en la oferta de productos industriales inevitablemente chocará con la intolerancia mundial de los desequilibrios comerciales?

En rigor de verdad, no existe ningún conflicto inherente, una vez que entendamos que lo que es importante para el crecimiento en los países en desarrollo no es la dimensión de sus excedentes comerciales, ni siquiera el volumen de sus exportaciones. Lo que importa es su producción de bienes (y servicios) industriales modernos, que se pueda expandir de manera ilimitada siempre que la demanda interna se expanda simultáneamente. Mantener una moneda subvaluada tiene la ventaja de que subsidia la producción de este tipo de bienes; pero también tiene la desventaja de que grava el consumo interno -razón por la cual genera un excedente comercial-. Al alentar la producción industrial directamente, es posible experimentar la ventaja sin sufrir la desventaja.

Existen muchas maneras de que esto pueda hacerse, inclusive reduciendo el costo de los insumos y servicios domésticos a través de inversiones específicas en infraestructura. Las políticas industriales explícitas pueden ser un instrumento aún más potente. El punto clave es que los países en desarrollo a los que les preocupa la competitividad de sus sectores modernos puedan darse el lujo de permitir que sus monedas se aprecien (en términos reales) siempre que tengan acceso a políticas alternativas que promuevan las actividades industriales de manera más directa.

De manera que la buena noticia es que los países en desarrollo pueden seguir creciendo rápidamente incluso si el comercio mundial se desacelera y existe un apetito reducido por los flujos de capital y los desequilibrios comerciales. Su potencial de crecimiento no tiene por qué verse seriamente afectado siempre que se entiendan las implicancias de este nuevo mundo para las políticas nacionales e internacionales.

Una de esas implicancias es que los países en desarrollo tendrán que reemplazar las políticas industriales reales por aquellas que operan a través del tipo de cambio. Otra es que los actores de la política externa (por ejemplo, la Organización Mundial de Comercio) tendrán que ser más tolerantes con estas políticas siempre que los efectos de los desequilibrios comerciales se neutralicen a través de ajustes apropiados en el tipo de cambio real. Un mayor uso de políticas industriales es el precio a pagar por una reducción de los desequilibrios macroeconómicos.

Fuente: www.project-syndicate.org

La elección de Netanyahu

Por: Daoud Kuttab

A medida que se acerca la cumbre entre el presidente norteamericano, Barack Obama, y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, gran parte de la discusión se ha centrado en si el recientemente elegido líder israelí terminará o no diciendo que respalda una solución de dos estados. Es un enfoque erróneo. Los israelíes no deberían determinar la condición de la entidad palestina, ni los palestinos tendrían por qué opinar en lo que los israelíes llaman su propio estado.

La única pregunta que Obama debería formularle a Netanyahu es: ¿cuándo abandonará Israel los territorios palestinos ocupados? No se debería permitir que ningún intento de ofuscación -ya sea hablando de una "paz económica" o insistiendo en que los árabes reconozcan el carácter judío del estado de Israel- haga fracasar el objetivo de poner fin a la ocupación inadmisible.

Durante el primer encuentro de Obama con un líder de Oriente Medio, se bosquejó un plan árabe simple y valiente. En calidad de apoderado de los líderes árabes, el rey Abdullah II de Jordania oficialmente presentó el plan de paz diseñado por la Liga Árabe y la Organización de Estados Islámicos. A pesar de las guerras israelíes en el Líbano y Gaza, los árabes ofrecieron relaciones normales con Israel una vez que se retire de las tierras que ocupó en 1967.

El plan también insta a una resolución "justa" y "acordada" del problema de los refugiados palestinos. El hecho de que israelíes y palestinos tengan que ponerse de acuerdo sobre una solución de la cuestión de los refugiados neutraliza los temores infundados de Israel sobre la amenaza demográfica planteada por el derecho de retorno de los palestinos. El pasado verano (boreal), cuando le mostraron un afiche con 57 banderas que representan a los países árabes e islámicos que normalizarán relaciones con Israel, el entonces candidato Obama le dijo al presidente palestino, Mahmoud Abbas, que los israelíes estarían "locos" si rechazaran ese plan.

Las impresionantes señales de Obama desde que asumió la presidencia -telefonear a los líderes árabes antes que a los aliados europeos, designar al enviado especial George Mitchell y hablar sobre Al-Arabiyeh en su primera entrevista- reflejan una estrategia diferente del pasado formal y falto de imaginación.

Estados Unidos se opuso en repetidas oportunidades a la ocupación israelí de los territorios palestinos en 1967 y abogó por su fin. Regularmente manifestó su desaprobación de las actividades de asentamiento. Los líderes de ambos partidos principales de Estados Unidos han articulado una política que insta a un estado palestino viable y contiguo en las tierras ocupadas en 1967. Estados Unidos también se opuso a la anexión unilateral israelí de Jerusalén Este y -junto con todos los países del planeta- se negó a reconocer la aplicación de la ley israelí a los residentes de Jerusalén Este.

Sin embargo, las acciones de Israel en el terreno se enfrentaron a las posiciones norteamericana e internacional. El gobierno israelí que acaba de asumir se niega incluso a rendir homenaje verbal a los requerimientos internacionalmente aceptados a favor de la paz. Por otra parte, los líderes palestinos elegidos libremente enfrentan un boicot internacional hasta que acepten una solución que el gobierno de Netanyahu rechaza.

Entre las demandas que le ha hecho a Israel la comunidad internacional figura un congelamiento total de la actividad de asentamientos, inclusive la expansión y el crecimiento natural. El congelamiento de los asentamientos seguramente será un foco central de la robusta diplomacia de Mitchell y su equipo. Mitchell, que estuvo profundamente involucrado en la redacción del lenguaje referido a los asentamientos del Informe Mitchell de 2001, entiende la capacidad que tienen los asentamientos de destruir la perspectiva de una solución de dos estados.

Jerusalén es otra cuestión palpable que será un criterio de rechazo para la administración Obama. La demolición de casas palestinas y las provocaciones israelíes en Jerusalén Este resaltan la necesidad de confrontar esta cuestión sin demoras. El foco de la visita del Papa Benedicto XVI a Oriente Medio era la importancia de Jerusalén para cristianos, musulmanes y judíos, de modo que los intentos por judaizar la Ciudad Santa deben detenerse de inmediato.

Un tercer imperativo para los palestinos es reunificar la Franja de Gaza y Cisjordania. Más allá del resultado del diálogo palestino interno que se está desarrollando en El Cairo, existe la necesidad de reconectar a los palestinos. No hay excusa para que a los palestinos que viven en cada pedacito sobrante de Palestina Mandatoria se les prohíba viajar a otra parte de los territorios palestinos ocupados.

Los argumentos de las autoridades israelíes de que la prohibición del movimiento de personas y mercancías es necesaria por razones de seguridad no tolera el escrutinio. Bajo el liderazgo del general estadounidense Keith Dayton (adjunto de seguridad de Mitchell), se pueden hacer los controles de seguridad más enérgicos de manera de permitir ese tipo de viajes.

Con la reanudación de las conversaciones de paz, deben resaltarse los resultados de un proceso inacabado. La última promesa fallida del presidente George W. Bush se produjo en Annapolis a fines de 2007, cuando prometió que se crearía un estado palestino independiente, viable y contiguo antes de que terminara su mandato.

Más de cuatro décadas después de la resolución 242 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la ocupación de tierras por la fuerza, la construcción ilegal de asentamientos judíos exclusivos y las restricciones al movimiento siguen constantes. El tiempo ya no está del lado de quienes están a favor de dos estados.

La administración Obama debe tomar la iniciativa e insistir en que Netanyahu respalde inequívocamente el retiro israelí de los Territorios Ocupados -la condición sine qua non para una solución de dos estados-. De lo contrario, se vislumbra una tensión en la relación israelí-norteamericana y los llamados para un estado con derechos iguales para todos empezarán a acallar las viejas visiones ideológicas, ya que la actividad de asentamientos echa por tierra la perspectiva de dos estados.

Fuente: www.project-syndicate.org