domingo, 10 de mayo de 2009

El regreso del realismo norteamericano

Por: Richard Haass

Existen muchos debates recurrentes en la política exterior norteamericana -por ejemplo, aislacionismo vs. internacionalismo, y unilateralismo vs. multilateralismo-. Pero ningún debate es más persistente que el que se desarrolla entre quienes creen que el propósito principal de la política exterior norteamericana debería ser influir en el comportamiento externo de otros estados y quienes sostienen que debería ser forjar su naturaleza interna.

Este debate entre "realistas" e "idealistas" es intenso y de larga data. Durante la Guerra Fría, estaban quienes sostenían que Estados Unidos debía intentar "replegar" a la Unión Soviética, derribar al sistema comunista y reemplazarlo por un capitalismo democrático. Otros consideraban que esto era demasiado peligroso en una era definida por las armas nucleares. Estados Unidos optó en cambio por una política de contención y trabajó para limitar el alcance del poder y la influencia soviéticos. Y así resultó que, después de 40 años de contención, la Unión Soviética y su imperio se desintegraron, aunque este desenlace fue una consecuencia de la política norteamericana, no su objetivo principal.

George W. Bush fue el más reciente defensor "idealista" de la idea de hacer de la promoción de la democracia la principal prioridad de la política exterior norteamericana. Bush abrazó la llamada teoría de la "paz democrática", que sostiene que las democracias no sólo traten mejor a sus propios ciudadanos, sino también actúen mejor con sus vecinos y otros.

Su padre, George H. W. Bush, fue por supuesto un fuerte representante del enfoque "realista" alternativo en términos de política exterior norteamericana.

Gran parte de este debate se puede ver a través de la lente de la intervención norteamericana en Irak. George W. Bush entró en guerra con Irak en 2003 para cambiar el gobierno. Esperaba que el cambio de régimen en Bagdad condujera a un Irak democrático, un desenlace que, a su vez, transformaría a la región cuando la gente en otras partes del mundo árabe viera este ejemplo y obligara a sus propios gobiernos a seguir los mismos pasos.

Por el contrario, en la guerra de Irak anterior, el primer presidente Bush, después de reunir una coalición internacional sin precedentes que logró liberar a Kuwait, no avanzó hacia Bagdad para derrocar a Saddam Hussein y su gobierno, a pesar de la presión de muchos para que así lo hiciera.

Tampoco intervino en nombre de los alzamientos shia y kurdo que estallaron apenas terminó la guerra a principios de 1991. Para él, la intervención habría dejado a los soldados norteamericanos en medio de una compleja lucha doméstica, una lucha cuya resolución, de ser posible, habría insumido recursos enormes.

El presidente Barack Obama parece coincidir con esta estrategia realista. La nueva política norteamericana hacia Afganistán no hace mención de intentar transformar a ese país en una democracia. Por el contrario, como dijo el secretario de Defensa, Robert Gates, frente al Congreso en enero, "Si nos planteamos el objetivo de crear allí una suerte de Valhalla en Asia Central, perderemos".

Por su parte, en marzo Obama dijo "Tenemos un objetivo claro y enfocado: desestabilizar, desmantelar y derrotar a Al Qaeda en Pakistán y Afganistán, e impedir su regreso a cualquiera de esos países en el futuro".

Este cambio también es evidente en la política norteamericana hacia China. Durante su viaje a Asia en febrero, la secretaria de Estado Hillary Clinton dejó en claro que las cuestiones de derechos humanos serían una preocupación secundaria en las relaciones entre China y Estados Unidos.

De la misma manera, la declaración conjunta emitida por Obama y el presidente ruso, Dmitry Medvedev, tras su reunión del 1 de abril en Londres, si bien mencionaba que las relaciones ruso-norteamericanas estarían "guiadas por el régimen del derecho, el respeto por las libertades fundamentales y los derechos humanos, y la tolerancia de las opiniones diferentes", puso un énfasis mucho mayor en reducir las armas nucleares, abordar el programa nuclear de Irán y estabilizar a Afganistán. El respaldo norteamericano del ingreso de Rusia a la Organización Mundial de Comercio fue incondicional.

Este cambio en la política exterior norteamericana es deseable y necesario. Las democracias maduras en efecto tienden a actuar de manera más responsable, pero las democracias inmaduras fácilmente pueden sucumbir al populismo y al nacionalismo. Es difícil y lleva tiempo construir democracias maduras. Al mismo tiempo que alienta el régimen de derecho y el crecimiento de la sociedad civil, Estados Unidos todavía necesita trabajar con otros gobiernos, democráticos y no. Los problemas apremiantes, como la crisis económica, la proliferación nuclear y el cambio climático, no esperarán.

La buena noticia es que la historia demuestra que es posible hacer las paces y trabajar con gobiernos no democráticos. Israel, por ejemplo, ha tenido relaciones pacíficas con los no democráticos Egipto y Jordania durante más de tres décadas. Estados Unidos y la Unión Soviética cooperaron de manera limitada (por ejemplo, en materia de control de las armas nucleares) a pesar de tener diferencias fundamentales. Hoy, Estados Unidos y la autoritaria China tienen vínculos comerciales y financieros que son beneficiosos para ambos, y por momentos han demostrado que es posible trabajar juntos en cuestiones estratégicas, como por ejemplo influir en el comportamiento de Norcorea.

Esto no quiere decir que promover la democracia no tenga un papel en la política exterior norteamericana. Lo tendrá, y así debería ser. Pero la promoción de la democracia es una proposición demasiado incierta, y el mundo un lugar demasiado peligroso, como para que ocupe un papel central en lo que hace Estados Unidos. La política exterior de Barack Obama, en consecuencia, se parecerá a la de George Bush -el padre, es decir, no el hijo.

Fuente: Project Syndicate

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