martes, 10 de noviembre de 2009

El muro eterno

Por: Dominique Moisi

Los muros concebidos para mantener a personas dentro o fuera de ellos –ya estén en Berlín, Nicosia, Israel o Corea– son siempre producto del miedo: el de los dirigentes alemanes orientales a un éxodo en masa de sus ciudadanos en busca de libertad y dignidad; el de los dirigentes grecochipriotas y turcochipriotas a una guerra continua; el de los israelíes al terrorismo o el de los dirigentes de Corea del Norte al “abandono” por parte de su martirizado pueblo. Paralizar un status quo , consolidar la posición propia o permanecer separado de otros, vistos como tentaciones o amenazas (o ambas cosas): ésos han sido siempre los objetivos de los políticos que construyen muros.

¿Por qué hay semejante diferencia entre el destino de Berlín, ahora capital en la que el progreso del presente va cubriendo lentamente las cicatrices del pasado, y el destino de Nicosia, donde el tiempo ha quedado paralizado, o el de Israel, cuyo “muro de seguridad” se amplía como una cicatriz reciente, por no citar la improbable consolidación del régimen norcoreano tras sus muros de paranoia y opresión?

Para entender esas diferentes situaciones, hemos de tener en cuenta la voluntad de la gente de destruir sus muros en el caso de la Alemania Oriental, de ampliarlos en el caso de Israel y de paralizarlos en el de Chipre y del gobierno de Corea del Norte. Naturalmente, las cualidades –o falta de ellas– de los dirigentes respectivos son también un factor importante.

El Muro de Berlín se desplomó en 1989 mucho más rápidamente de lo que la mayoría de los alemanes orientales habrían soñado (o temido). Habían subestimado la fuerza del “sentimiento nacional alemán” en el Este y sobreestimaron enormemente la capacidad y la voluntad de la Unión Soviética de mantener su imperio a toda costa. Por encima de todo, Mijail Gorbachov quedará como el hombre que tuvo la visión y el valor de no oponerse al curso de la Historia. Puede que no entendiera enteramente lo que estaba sucediendo ante sus ojos y las fuerzas que había desencadenado, pero su moderación constituye una auténtica grandeza.

El milagro del Berlín reunificado de hoy es un desafío –una provocación incluso– a todos los muros. Es una prueba de que en un mundo interdependiente, los muros son innaturales y artificiales y, por tanto, están condenados. Sin embargo, la verdad es mucho más compleja, pues los muros son una realidad con múltiples niveles y siempre es peligroso reescribir la Historia de forma maniquea y, además, confundiendo las realidades del pasado con las del presente.

Nicosia, la capital dividida de Chipre, es la antítesis perfecta de Berlín y, como tal, la mejor ilustración de lo que ocurre cuando se paraliza la Historia. En ella, ventanas vacías y rellenadas con sacos de arena siguen frente a frente desafiantemente, símbolos de un pasado que no ha pasado durante decenios. Naturalmente, cruzar la Línea Verde que separa las zonas griega y turca de la ciudad no se parece en nada al cruce del infame Checkpoint Charlie de Berlín. Ya no es una experiencia traumática, sino sólo una pesadez burocrática.

Los alemanes orientales querían unificar el Estado alemán en pro de la unidad de su nación: “Somos un solo pueblo” era su lema. ¿Están los grecochipriotas interesados en serio en reunificar su isla? ¿Desean hacer extensivos a la zona septentrional turca de Chipre los evidentes beneficios que obtienen de su pertenencia a la Unión Europea, en la que ingresaron en 2004? Lo más probable es que no.

En cuanto al Gobierno turco, su prioridad oficial sigue siendo su propio ingreso en la UE. No puede decir en voz alta y clara que no está interesado en serio en el destino de Chipre, pero probablemente no diste eso mucho de la verdad. En cualquier caso, los dos bandos han desaprovechado tantas oportunidades en los pasados decenios, en parte por culpa de dirigentes caracterizados por una “mediocridad competitiva” –ésa es la mejor calificación que podemos darle–, que resulta difícil ver un milagro en el horizonte.

Israel está más próximo a Nicosia que a Berlín, no sólo geográficamente, sino también desde el punto de vista político, porque los sucesivos dirigentes israelíes y palestinos no han dado muestras –ni unos ni otros– de cualidades de visión e imaginación. Un muro es un mal símbolo internacional, en particular en el momento en que se conmemora la caída del Muro de Berlín. Es también un símbolo de futilidad, porque no constituye una solución viable a largo plazo.

Pero la situación es, lamentablemente, más compleja. Con el paso del tiempo, los israelíes y los palestinos cada vez quieren separarse más unos de otros e Israel, al contrario que Corea del Norte, cuyo régimen está condenado a desaparecer en una sola Corea unida por la libertad y el capitalismo, va a perdurar.

El muro de Israel constituye un componente triste, pero probablemente inevitable, de su seguridad. Lo que se debe discutir es el innecesario y agresivo trazado del muro de seguridad, acompañado de la provocación de nuevos asentamientos israelíes en la Ribera Occidental, no el principio en que se basa. Al fin y al cabo, no había opciones substitutivas que impidieran nuevos derramamientos de sangre en el momento de la segunda Intifada.

En última instancia, los “muros” representan realidades que subyacen a su construcción, realidades, que, lamentablemente, generaciones posteriores tal vez no puedan o no quieran cambiar.

Fuente: Project Syndicate, 2009.

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