sábado, 1 de agosto de 2009

Una gestión de riesgos arriesgada

Por: Robert Skidelsky

La corriente principal de la economía subscribe la teoría de que los mercados “borran y reinician” continuamente. La idea fundamental de dicha teoría es la de que, si los salarios y los precios son totalmente flexibles, se emplearán plenamente los recursos, por lo que cualquier sacudida del sistema provocará un ajuste instantáneo de los salarios y los precios a la nueva situación.

Esa capacidad de reacción a escala del sistema depende de que los agentes económicos dispongan de una información perfecta sobre el futuro, lo que resulta manifiestamente falso. No obstante, según la corriente principal de la economía, los agentes económicos cuentan con información suficiente para que su teorización se base en una dosis suficiente de realidad.

El aspecto de la teoría aplicable en particular a los mercados financieros se llama “teoría del mercado eficiente”, que debería haber saltado por los aires con el desplome financiero del pasado otoño, pero dudo que así haya sido. Hace setenta años, John Maynard Keynes señaló su falacia. Cuando se producen sacudidas del sistema, los agentes no saben lo que ocurrirá a continuación. Ante esa incertidumbre, no es que reajusten su gasto, sino que dejan de gastar hasta que se aclare la niebla, con lo que la economía entra en barrena.

Lo que se propaga por todo el sistema no son los ajustes, sino la sacudida. El inevitable déficit de información obstruye todos esos mecanismos que funcionan sin problemas –es decir salarios y tipos de interés flexibles– postulados por la corriente principal de la economía.

Una economía afectada por una sacudida no mantiene su firmeza, sino que se convierte en un globo agujereado. Por eso, Keynes asignó al Estado dos tareas: inflar la economía, cuando empieza a deshincharse, y reducir al mínimo las posibilidades de que se produzcan sacudidas graves, para empezar.

Hoy, parece que se ha aprendido la primera lección: varios planes de rescate y de estimulo han impulsado lo suficiente las economías deprimidas para que podamos esperar razonablemente que lo peor de la crisis ya haya pasado, pero, a juzgar por las propuestas hechas recientemente en los Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea para reformar el sistema financiero, no está nada claro que se haya aprendido la segunda lección.

Debemos reconocer que hay algunos aspectos válidos en dichas propuestas. Por ejemplo, el Tesoro de los EE.UU. indica que los promotores de hipotecas deben conservar un interés financiero “material” en los préstamos que hagan, en contraste con el método reciente de “titulizarlos”, lo que, entre otras cosas, reduciría la función de las agencias de calificación de créditos.

Pero nada se dice sobre la cantidad del crédito que deberían conservar ni durante cuánto tiempo, como tampoco se prevé en esas reacciones oficiales la posibilidad de limitar la cantidad de préstamos a un múltipo de los ingresos de los prestatarios o a una proporción del valor de la propiedad que van a comprar. Se teme que eso aminore el ritmo de la recuperación. Habría sido mejor –tanto para la recuperación como para la reforma– prometer que se introducirían esa clase de limitaciones dentro de (digamos) dos años.

Lo más decepcionante para los reformadores ha sido el rechazo oficial del planteamiento de la ley “Glass-Steagall” para la reforma bancaria, que habría restablecido la separación entre la banca al por menor y la banca de inversión, barrida por la oleada desreguladora de los decenios de 1980 y 1990.

La lógica en que se basaba la separación era absolutamente clara: no se debía permitir a los bancos, cuyos depósitos estaban garantizados por los contribuyentes, especular con el dinero de sus impositores. En cambio, las propuestas de reforma han optado por una mezcla de requisitos de mayor capital en el caso de los bancos principales y una prefinanciación del seguro de los depósitos mediante un gravamen especial aplicado a los bancos.

Parecen existir pocos deseos de hacer propuestas para modificar los requisitos de suficiencia anticíclicamente, lo que permitiría la creación de amortiguadores de capital en los años buenos, a los que se podría recurrir después en los años malos.

Cierto es que hay dificultades con todas las propuestas encaminadas a limitar el alcance de las actividades bancarias “arriesgadas”, sobre todo en el marco de una economía mundial con libertad de movimientos de los capitales. Como con frecuencia se señala, mientras las regulaciones bancarias no sean idénticas de forma transfronteriza, habrá mucho margen para el “arbitraje regulador” Asimismo, los bancos tendrían incentivos para “jugar” con los requisitos de suficiencia de capital manipulando la determinación del capital y los activos. De hecho, bancos de inversión, como Goldman Sachs y Barclays Capital, ya están inventando nuevos tipos de valores para reducir el costo en capital de la titularidad de activos arriesgados.

Sin embargo, el problema subyacente es el de que tanto los reguladores como los banqueros siguen basándose en modelos matemáticos que prometen más de lo que pueden ofrecer para la gestión de los riesgos financieros. Aunque ahora los reguladores conceden fe a los modelos “macroprudenciales” para gestionar el riesgo “sistémico”, en lugar de dejar que las instituciones financieras gestionen sus propios riesgos, siguen empeñados en mantener la insostenible creencia de que todos los riesgos son mensurables (y, por tanto, controlables), con lo que pasan por alto la decisiva distinción de Keynes entre “riesgo” e “incertidumbre”.

La salvación no radica en una mejor “gestión del riesgo” por los reguladores o los bancos, sino, como creía Keynes, en adoptar las precauciones adecuadas contra la incertidumbre. Según Keynes, mientras hubiera políticas e instituciones para hacerlo, no había que preocuparse por el riesgo. Los reformadores del Tesoro han eludido el imperativo de precisar las consecuencias de esa decisiva y penetrante idea.

Fuente: www.project-syndicate.org

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