martes, 7 de octubre de 2008

Sentido común y buen sentido: si te golpeas la cabeza contra la pared, lo que se rompe es la cabeza

Por: Gary Younge (columnista de The Guardian)

Está el sentido común y está el buen sentido. El sentido común representa la sabiduría aceptada con los años y la opinión extendida del momento. Puede tener raíces en los hechos, la invención, el rumor o la realidad. Hay un plano en el que no importa. Mientras se sostiene de manera común, el sentido común, en lo esencial, se convierte en un dato de la vida.

El buen sentido, por otro lado, representa esas verdades perdurables y datos tozudos que sobreviven a su impopularidad. El hecho de que sea correcto no indica necesariamente que no sea marginal. Persiste por la sencilla razón de que las condiciones dominantes sostienen su pertinencia aún cuando la opinión dominante lo ignore.

Hay momentos en que coinciden y otros en que chocan. En momentos distintos en lugares distintos quemar brujas, defender que la tierra es plana, la eugenesia, la esclavitud, el fumar en los restaurantes y el castigo corporal en las escuelas formaba parte todo ello del sentido común. Pero nunca representó el buen sentido.

"El sentido común no es rígido y estacionario", escribió el marxista italiano Antonio Gramsci, que elaboró esa distinción en las cárceles de Mussolini. "Crea el folklore del futuro, una fase relativamente agarrotada del conocimiento popular en un tiempo y lugar determinados". El buen sentido, sostenía, se ocultaba a menudo en el sentido común, pero surgía primordialmente en tiempos de crisis y transformación.

Nos encontramos ahora mismo en una de esas crisis. Conforme se desploman los mercados, caen los bancos y se aterran los corredores de Bolsa, los principios nucleares que han sustentado la cultura económica y política durante una generación han quedado por completo desacreditados. Hace menos de un mes la invulnerabilidad e inviolabilidad del capitalismo global no regulado era de sentido común. El sistema que deja que la mitad del mundo viva con menos de un dólar diario, con gente tan depauperada que come pasteles de barro y vende a sus hijos como esclavos funcionaba aparentemente bien. Sugerir lo contrario era tachado de extremismo.

Pero esas ortodoxias se desploman aún más rápido que los mercados. A finales de la semana pasada, el Sectretario del Tesoro norteamericano, Henry Paulson, se arrodillaba literalmente ante Nancy Pelosi, portavoz demócrata de la Cámara, rogándole que salvara el acuerdo de rescate financiero. Después, George W. Bush avisó respecto al conjunto de la economía norteamericana: "Este pimpollo se nos puede ir". De repente, la intervención gubernamental en el mercado, refrenar los salarios de los ejecutivos y establecer controles del flujo de capital se convierten en buen sentido.

Si bien la gravedad de la crisis está clara, las perspectivas de transformación siguen siendo remotas. El hecho de que este desplome haya tenido lugar durante una elección presencia ha sido fortuito. Debería proporcionar a los candidatos la oportunidad de esbozar diferentes visiones respecto al modo en que enfrentarían la situación en un momento en el que la nación se centra atentamente en la política. Si alguna vez ha estado necesitado de liderazgo el país es ahora. Y aquí tenemos a dos hombres que se lo están disputando.

Sin embargo, la crisis financiera, en su mayor parte, ha hecho de la carrera presidencial algo menos y no más relevante. La crisis crediticia y las elecciones se suceden como si transcurrieran en una pantalla dividida en dos. Existe una conexión entre ambas: Barack Obama ha vuelto a irrumpir con fuerza como resultado de que la atención de la gente se ha reorientado de la barra de labios y el cerdo (1) a las hipotecas, las pensiones de jubilación y el empleo. Pero no se trata de algo substancial. Puesto que, aunque la crisis haya cambiado las conversaciones electorales, nadie busca en ellas nuevas ideas, y no digamos ya una solución.

La noción de que pudiera haber alternativas al capitalismo rapaz ha sido proscrita de la plaza pública. Ese discurso limitado nos deja opciones limitadas. Quienes pretendían que el problema era el gobierno ahora lo contemplan no ya como última sino como única solución. El buen sentido exige una reconsideración concienzuda de un sistema que se encuentra en estado de desmoronamiento; el sentido común exige que lo subvencionemos a perpetuidad por miedo a que se hunda. Esto suena a sinsentido.

"Si te golpeas la cabeza contra la pared," escribió en cierta ocasión Gramsci, "lo que se rompe es la cabeza, no la pared". Ahora mismo, la ciudadanía norteamericana tiene un terrible dolor de cabeza y no parece que esta carrera presidencial vaya a curárselo.

Para que estas elecciones tengan algún sentido en esta coyuntura, hay que poner en tela de juicio los supuestos de los últimos 30 años que han llevado a Norteamérica hasta aquí. Son supuestos que han sido promovidos de forma agresiva por los republicanos en general y por George Bush en particular. Pero para que ganaran peso tuvieron que ser primero admitidos y luego adoptados por los demócratas. El resultado es que una Norteamérica que se ve a sí misma arraigada en una superioridad militar y un poderío económico sin rivales se levanta ahora en cabal contradicción sobre una realidad más de relumbrón y hecha jirones. Añádase la crisis del crédito a la derrota en Irak y los problemas en Afganistán, y lo que queda es una nación de subprime, que abarca demasiado militar y económicamente, mientras vive a lo grande por encima de sus medios.

Será tarea de quien gane el 4 de noviembre gestionar el declive del estatus y poder norteamericano, y el consiguiente deterioro aun mayor del nivel de vida de los norteamericanos. Este proceso será doloroso y podría prolongarse. Poco ha de extrañar que nadie quiera, por tanto, hablar de ello. En su lugar se sigue hablando de Norteamérica como refulgente ciudad de la colina, sin caer en la cuenta de que la ciudad a la que se refieren anda en bancarrota y están a punto de cortarle la luz.

Quedó claro tras el debate del viernes (26 de septiembre) por la noche que ni John McCain ni Obama saben verdaderamente qué hacer. Lo poco a lo que se comprometerán se refiere a cosas en las que están de acuerdo. Ambos están a merced de los acontecimientos y del mercado.

Eso no significa que sea irrelevante quién venza. La diferencia entre ellos en torno a esta cuestión puede ser marginal, pero por ahora se trata de los márgenes entre los que vivimos y en los que muchos tendrán que sobrevivir. En 1932, en medio de la Depresión, muchos comentaristas lamentaron la ausencia de diferenciación entre Herbert Hoover y Franklin Roosevelt. Un humorista escribió un mordaz artículo sobre un imaginario combate entre Franklin Hoover y Herbert Roosevelt. "Considerando los acontecimientos posteriores, los discursos de la campaña a menudo se leen como una gigantesca serie de erratas, en la que Roosevelt y Hoover pronuncian los párrafos que corresponden al otro", escribió el presidente de la Reserva Federal, Marriner Eccles. Cualquier leve diferencia que existiera retóricamente demostraría ser enorme en la realidad durante un período vital. Tiene tanto sentido elegir a McCain como lo habría tenido reelegir a Hoover.

La respuesta de McCain ante las arcas del gobierno vaciadas por los planes de rescate financiero no estriba en cancelar los recortes de impuestos sino en congelar el gasto en todos los órdenes, salvo en lo tocante a la defensa, los veteranos y los derechos adquiridos, un complejo militar-financiero. Obama has admitido que habrá que recortar sus planes para ampliar el acceso a la atención sanitaria y la educación, y en favor de la independencia energética norteamericana. Finalmente, la clase política norteamericana se ha adherido a un orden del día redistributivo. El problema es que está a punto de desviar los dineros
públicos de los pobres a los banqueros y financieros.

"Los capitalistas pueden salir a flote de cualquier crisis mientras sean los trabajadores los que paguen", dijo Lenin. Rara vez se juzga de sentido común citarle entre gente civilizada. Sin embargo, como descripción de lo que está sucediendo ahora mismo, es lo más sensato que he oído en mucho tiempo.

Fuente: The Guardian (sinpermiso.info).

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