viernes, 31 de octubre de 2008

Comercio libre con rostro humano

Por: Jorge G. Castañeda

Aunque muchos americanos creen que la inmigración es un asunto interno que se debe excluir de las negociaciones con otros gobiernos, no es eso lo que opinan otras naciones... ni los Estados Unidos. De hecho, este país negoció su primer acuerdo sobre inmigración en 1907, mantuvo durante más de dos decenios un polémico tratado con México sobre la inmigración y ha seguido celebrando conversaciones y concertando acuerdos incluso con Fidel Castro desde comienzos del decenio de 1960.

Para muchas naciones latinoamericanas y no sólo para México, la inmigración es el asunto más importante en sus relaciones con los Estados Unidos. Todas las islas del Caribe tienen una proporción igualmente importante de sus ciudadanos que residen en los EE.UU. y dependen tanto como México de sus transferencias. Lo mismo es aplicable a gran parte de la América central y ninguna zona de Sudamérica está exenta de esa tónica.

De modo que casi toda la América latina se ve profundamente afectada por el ambiente actual en materia de inmigración en los EE.UU. y se beneficiaría en gran medida del tipo de reforma general de la inmigración que tanto John McCain como Barack Obama han apoyado. En la América latina se considera hipócrita y ofensiva la lamentable decisión del gobierno de Bush de construir alambradas a lo largo de la frontera entre los Estados Unidos y México, hacer redadas en los lugares de trabajo y en las viviendas y detener y deportar a los extranjeros indocumentados. Se trata de una cuestión tanto más dolorosa y decepcionante cuanto que la mayoría de los ministros latinoamericanos de Asuntos Exteriores saben más que de sobra que esas actitudes son pura política y nada más.

Todo el mundo sabe que una reforma viable de la inmigración en los EE.UU. entrañará: un fortalecimiento de la seguridad en la frontera, pero también la apertura de puertas en los muros que ahora se están construyendo, la legalización, con multas y condiciones rápidas y sensatas, de los 15 millones de extranjeros, más o menos, que se encuentran ilegalmente en el país y la creación de un programa relativo a los trabajadores migrantes o temporales que permita a un número suficiente de extranjeros satisfacer las necesidades en aumento de la economía estadounidense, con la posibilidad de hacer visitas periódicas a sus países y de obtener la residencia permanente en los EE.UU.

Un segundo componente es la voluntad política y el calendario. Bush acertó al principio: su disposición a negociar un acuerdo de inmigración con México al comienzo de su mandato probablemente fuera la única forma de conseguirlo. Actuar rápidamente probablemente sea la única forma como el próximo presidente puede triunfar también en ese frente.

Para que la inmigración pase a ser un asunto menos candente, los EE.UU. deben abordar las necesidades de las economías de la América latina. A ese respecto, uno de los problemas principales que afrontará el nuevo gobierno de los EE.UU. serán los acuerdos vigentes y pendientes de libre comercio entre los EE.UU. y la América latina.

Si resulta elegido John McCain, no es probable que se revisen y se retoquen el NAFTA, el CAFTA y los acuerdos de libre comercio con Chile y el Perú, como ha propuesto Barack Obama, pero, dada la probabilidad de que los demócratas conserven sus mayorías en el Congreso de los EE.UU., incluso McCain tendría que modificar el acuerdo con Colombia para lograr su aprobación, con lo que aumentaría la presión para incluir disposiciones similares en los otros acuerdos.

Si la recesión se prolonga y los americanos siguen acusando –erróneamente– a los acuerdos comerciales del aumento del desempleo, la reducción de los salarios y la enorme desigualdad, aumentará la oposición a ellos. En lugar de esperar a que aumente la presión, el próximo presidente haría bien en adelantarse con un ambicioso programa de reforma del libre comercio que beneficie a todos.

A ese respecto, los EE.UU. podrían aprender de la Unión Europea. Los tratados comerciales americanos han recibido críticas por estar limitados al comercio. La respuesta siempre ha sido ésta: los EE.UU. no son Europa ni están dedicados a la creación ni la reconstrucción de naciones, pero eso es precisamente lo que hizo –y con éxito– con el Plan Marshall posterior a 1945 y está haciendo –sin éxito– con el Iraq y el Afganistán.

En primer lugar, se deben incluir cláusulas claras y explícitas relativas a los derechos humanos y a la democracia, semejantes a las que figuran en los tratados de asociación económica de México y Chile con los Estados Unidos. En segundo lugar, hacen falta disposiciones más concretas sobre la mano de obra, el medio ambiente, la igualdad de los sexos y los derechos indígenas, además de disposiciones antimonopolísticas y reguladoras y sobre la reforma judicial por razones tanto de principio como de conveniencia política.

Aunque ha habido enormes mejoras en la mayoría de esos sectores, sigue siendo necesario un programa enorme, en particular en lo relativo al desmantelamiento o la regulación de los monopolios –públicos, privados, comerciales y sindicales– que padecen casi todos los países de la región.

Dichos acuerdos revisados deben comprender disposiciones audaces e ilustradas sobre fondos para infraestructuras y de “cohesión social”, pues son los que pueden garantizar un verdadero éxito, en lugar de ir arreglándoselas como se pueda. Los partidarios del libre comercio no deben considerar la petición de Obama de revisar esos acuerdos como un error, sino como una oportunidad de mejorarlos y profundizarlos; los partidarios de McCain no deben ver la incorporación de todas las inclusiones antes citadas como “tonterías europeas”, sino como una forma de reducir el desfase entre la promesa de los acuerdos y sus resultados efectivos.

La mejora de las infraestructuras, la educación y el Estado de derecho de México y de la América central o de las medidas colombianas y peruanas encaminadas a hacer cumplir la legislación sobre el tráfico de drogas y el respeto de la legislación laboral y de los derechos humanos redundarán en provecho de los Estados Unidos y los acuerdos de libre comercio pueden contribuir al éxito de dichas medidas y no al contrario.

Si los EE.UU. y la América latina pueden afrontar juntos los problemas en materia de comercio e inmigración, el próximo presidente de los EE.UU. puede dejar una marca mayor en la relación hemisférica que ningún dirigente americano de las tres últimos generaciones.

Fuente: www.project-syndicate.org

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