jueves, 22 de mayo de 2008

La revolución que nunca fue

Por: Michel Rocard
PARÍS – Mayo de 1968. El mundo, atónito, se encuentra con que Francia ha enloquecido. Una huelga general, que afecta a todo menos la electricidad y la prensa, detiene las actividades del país.

Ningún país desarrollado ha pasado jamás por una situación similar. Sin embargo, no es una revolución. Hay poca violencia y no hay ataques contra los edificios públicos. Algunos miles de automóviles son quemados, pero tres años después, la policía –que quería debilitar el apoyo casi unánime del pueblo al movimiento—admitirá que fue ella la responsable de la mayoría de esos incendios. Un mes después, todo vuelve a la normalidad. ¿Qué pasó?

Hace 23 años que terminó la Segunda Guerra Mundial. La gente recuerda que la Gran Depresión de 1929, que en seis meses dejó en el desempleo a 20 millones de personas, llevó a Hitler al poder. El capitalismo tiene la culpa de la guerra.
Puesto que es vital evitar que esa situación se repita, se ha establecido un acuerdo para regular el capitalismo: la estabilización social mediante la generalización del Estado de bienestar, la estabilización financiera mediante políticas keynesianas y la estabilización económica mediante políticas de salarios altos en todo Occidente.

Y funciona. En esta primavera de 1968, Francia, al igual que todos los países desarrollados, ha tenido 23 años de crecimiento económico acelerado y regular del 4.5-5% al año. Protegida de cualquier crisis económica –porque el capitalismo sensato ha eliminado las crisis financieras—Francia tiene pleno empleo. Es un período increíble. La disuasión nuclear asegura la paz mundial. El crecimiento económico nunca ha sido tan acelerado durante un período tan largo. El pleno empleo nunca se ha mantenido durante tanto tiempo.

Charles de Gaulle ha gobernado Francia durante 10 años. El partido más grande del país, los comunistas, domina la oposición. El Partido Socialista está paralizado, osificado y no tiene poder. La oposición no puede ganar. Nada cambia y parece que nada cambiará en este país tranquilo donde impera el dinero.

El capitalismo regulado triunfa en todas partes. Las economías parecen seguir una ruta estable, ascendente. El éxito se mide por los salarios. Los filósofos, Herbert Marcuse en particular, denuncian la venalidad de esta forma de vida. La gente está aburrida; piensan que es inmoral que el dinero se convierta en el referente principal del mundo. Los estudiantes protestan, a veces junto con los sindicatos, contra la sociedad de consumo.

Esos debates animan muchas universidades estadounidenses y francesas. A principios de mayo, hay incidentes en la Universidad de Nanterre. Los estudiantes de La Sorbona ocupan su antigua universidad en apoyo a los de Nanterre.

Hay protestas en las universidades estadounidenses. En junio, los estudiantes ocuparán la Universidad de Estocolmo. En otoño también habrá incidentes en universidades alemanas e italianas. El 68 se está globalizando, alimentado por las dudas entre la juventud universitaria sobre el mundo que se está construyendo.

En París, un rector universitario cansado y torpe pide a la policía que expulse a los estudiantes de la Sorbona. Cuando el rey de Francia creó La Sorbona en el siglo XIII, se le concedieron privilegios especiales, uno de los cuales era el mantenimiento del orden por sus propios medios; la policía no tenía permiso de ingresar a la universidad. Sólo la Gestapo, durante la ocupación nazi, había violado esta regla.

Las consecuencias de la decisión del rector son enormes. Todos los estudiantes, en París y la provincia –hay más de un millón en ese entonces—se sienten ofendidos. Se encarcela a algunos de los líderes de la Universidad de Nanterre. Todas las universidades de Francia se ponen en huelga para defenderlos. La gente no entiende cómo el gobierno pudo haber cometido este error.

En el “barrio latino”, el distrito estudiantil de París, hay muchas protestas. Hay peleas con la policía. Pero nada puede detener la propagación del movimiento. Una enorme marcha muestra el apoyo de los sindicatos al movimiento estudiantil.

El 15 de mayo, sin ninguna instrucción de los sindicatos, algunos trabajadores deciden espontáneamente ponerse en huelga y ocupar sus fábricas en una planta aeronáutica en Bouguenais y una fábrica de Renault en Cléon. Los comités de huelga, compuestos por trabajadores jóvenes –y frecuentemente no sindicalizados—cuestionan la jerarquía, exigen respeto y quieren el “derecho a la libertad de expresión”, pero nunca mencionan los sueldos y ni siquiera solicitan negociaciones.

Los sindicatos no saben qué hacer. La CGT, cercana al Partido Comunista, lucha vigorosamente contra el movimiento. La CFDT, que solía ser cristiana pero se secularizó en 1964, entiende mejor el movimiento y adopta sus ideas. La huelga se propaga.

Sigue sin haber violencia. Al principio, el movimiento sorprende al público francés, que simpatiza con él. La gente se ayuda mutuamente. Es una celebración de la libertad de expresión. Algunos ministros renuncian, pero no hay ataques contra las instituciones. Francia sueña y se divierte.

El 27 de mayo el gobierno organiza una reunión con líderes sindicales que tienen poco que ver con las huelgas y con organizaciones empresariales, que no tienen nada que ver con ellas. Se decide conceder un importante aumento salarial aunque nunca se pidió. Poco a poco la gente vuelve al trabajo.

El Primer Ministro, Georges Pompidou, convence a de Gaulle –cuyo primer discurso, pronunciado el 24 de mayo, no había tenido ningún efecto—de que disuelva el parlamento el 31 de mayo. Una campaña electoral mantendrá ocupados a los franceses. Las elecciones, celebradas a fines de junio, dan un gran triunfo a los partidos de derecha.

No obstante, las consecuencias sociales de mayo de 1968 son enormes. Es el inicio del movimiento feminista. Por todas partes fuera de París crecen las exigencias de descentralización y el regionalismo. Finalmente se reconoce oficialmente a los sindicatos en las empresas, al igual que el derecho de los trabajadores a expresarse sobre sus condiciones de trabajo.

Los franceses han dedicado un mes de crisis –más lúdica y poética que social o política—a expresar su rechazo a un mundo donde el dinero tiene demasiada influencia. Gran parte de una generación completa en Occidente siente lo mismo.

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