lunes, 4 de agosto de 2008

Economista Socialista

Por: Óscar Landerretche M.
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Alguien notó que yo había firmado mi columna anterior como "Economista Socialista". Expliqué que me había parecido que el carácter más personal de esa columna justificaba firmar como ciudadano (profesión y militancia). Me retrucó con una cierta ironía diciéndome: "O eres socialista o eres economista, decideté poh, hueón".
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Desconcertado, tartamudee alguna respuesta estúpida. Al verme tambaleante me remató con: "mira, desde que yo tengo uso de razón que el capitalismo y el socialismo son cosas diferentes, ustedes defienden al mercado y nosotros al Estado." Ahí quedé. Nos despedimos con esa familiaridad fingida y esas palmotadas en el hombro que en Chile sirven para barnizar las situaciones incómodas.
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Lo que me dejó metido es que hacía poco, en otro contexto, alguien me había dicho casi exactamente lo mismo. Se me vino a la mente la soterrada hostilidad que generamos los economistas entre algunos compañeros, camaradas y correligionarios.
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Se me vinieron a la memoria esas miles de veces en que en discusiones de política pública alguien se refiere con desprecio a la postura de "los economistas". En fin, si yo tuviera luca por cada vez que alguien discutiendo conmigo ha recurrido a la muletita de "ustedes los economistas", sería millonario.
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Es preocupante que sobreviva un maniqueísmo absurdo en que las profesiones son sinónimos de doctrinas. Especialmente en el progresismo. Primero porque cría resistencia a un lenguaje que es de gran importancia en las discusiones contemporáneas de política pública, lo que es debilitante; y segundo porque fomenta prejuicios que impiden distinguir a los aliados de los adversarios, lo que es torpe.
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Uno de los privilegios de trabajar en la Escuela de Economía de la Universidad de Chile es observar las mutaciones que determinarán el futuro de nuestra democracia. Sería difícil para algunos que continúan teniendo visiones maniqueas de nuestra profesión imaginar cuántos de los jóvenes más brillantes que tenemos se podrían fácilmente clasificar como jóvenes economistas socialistas (ojo, no del Partido Socialista sino socialistas).
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Cuántos de estos jóvenes son excepcionales para las finanzas, la microeconometría aplicada, la macroeconomía estocástica, la economía política, la teoría de juegos, la teoría de contratos, la teoría de organización industrial y regulación, entre muchos otros tópicos.
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Es difícil sobreestimar el entusiasmo con que se toman simultáneamente el cultivo de su disciplina y sus activas vidas políticas en el marco de los grupos proto-socialistas que pueblan la política universitaria contemporánea.
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Para la mayoría de ellos es bastante evidente que los mercados son simplemente un fenómeno de la realidad, que están llenos de fallas e imperfecciones, y que muchas de esas fallas reproducen la desigualdad y la pobreza. Pero eso no evita que los mercados sean un fenómeno de la realidad contra el cual no hay demasiados sustitutos y en los que si hay muchos desafíos públicos.
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Saben que el mundo está repleto de personas que sueñan con la solidaridad pero que tienden a practicar privadamente el egoísmo. Que la sociedad se encuentra repleta de fallas de coordinación en que individuos bien intencionados terminan haciendo cosas subóptimas. Saben que hay que entender cómo funcionan los mercados, cuando fallan y cuando no, porque solo así se diseñan políticas más efectivas y eficientes.
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Saben teoría del equilibrio general, entienden la importancia de los incentivos, prefieren que se les demuestre empírica o teóricamente lo que se afirma al voleo. Viven mirando de frente a los mercados, armados de estadística, cálculo, historia y filosofía.
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Pero hay otra cosa que saben estos cabros. Saben que así como fallan los mercados, también falla el Estado y la política. Para entender esto estudian teoría de agencia y de juegos. Entienden que hay intereses especiales que capturan al Estado y lo hacen torpe o en ocasiones nocivo.
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Entienden que la regulación, en este contexto, puede ser un arma de doble filo. Entienden teoría de las organizaciones y de los votantes. Quieren un Estado fuerte y efectivo pero no se engañan creyendo que eso se logra simplemente con decretos y declaraciones públicas. Entienden, entonces, la importancia del diseño institucional. Viven mirando de frente a la política, armados de estadística, cálculo, historia y filosofía.
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La economía no es más que una disciplina analítica que sirve para entender ordenadamente como interactuamos los humanos en organizaciones colectivas cuando enfrentamos el problema de asignar entre nosotros recursos escasos. A veces las organizaciones se llaman "mercados", otras veces "empresas", otras veces "agencias", e incluso algunas veces "partidos".
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Las soluciones inevitablemente pasan por distribuir la discrecionalidad, es decir, el poder. Algunas veces al poder se le llama "riqueza", otras veces se le llama "derecho", y otras veces se le llama "autoridad". En todos los casos se dan formas asignación de la discrecionalidad que generan soluciones sociales pero que acarrean peligro.
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El peligro es que al asignar discrecionalidad se está dando, por así decirlo, un voto de confianza, y esa confianza puede ser abusada. Es más, tiende a ser abusada. El socialismo no es más que la aspiración política de disolución del carácter abusivo de todas las formas de poder, intentando preservar su potencial creador y su rol socialmente benigno.
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Los socialistas finalmente aspiramos a eliminar el potencial explotador de todas las formas de poder: la riqueza, la fuerza militar, las burocracias, las doctrinas religiosas, las maquinarias clientelistas, y también las logias tecnocráticas.
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No hay ninguna contradicción entre estudiar una disciplina analítica que sirve para entender el poder; y por otro lado aspirar políticamente a la disolución del carácter explotador de éste, potenciando su rol creador. No hay ninguna contradicción en ser un economista socialista.
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Fuente: La Nación

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