lunes, 20 de julio de 2009

Nuevo examen del mercantilismo

Por: Dani Rodrik

Un empresario acude a la oficina de un ministro del Gobierno y dice que necesita ayuda. ¿Qué debe hacer el ministro? ¿Invitarlo a una taza de café y preguntarle cómo puede serle útil el Gobierno? ¿O echarlo conforme al principio de que el Gobierno no debe repartir favores a los empresarios?

Esa cuestión constituye una prueba de Rorschach para los encargados de la formulación de políticas y los economistas. En un bando se encuentran los entusiastas del mercado libre y los economistas neoclásicos, partidarios de una separación total entre el Estado y las empresas. En su opinión, el papel del Gobierno es el de establecer normas y regulaciones oficiales claras y después dejar que los empresarios se salven o se hundan por sí solos. Los funcionarios públicos deben mantenerse a una distancia prudencial de los intereses privados y nunca trabar relaciones de amistad con ellos. Son los consumidores y no los productores los que mandan.

Esa opinión refleja una tradición venerable que se remonta a Adam Smith y pervive con orgullo en los libros de texto de economía actuales. Es también la perspectiva predominante en la gobernación de los Estados Unidos, Gran Bretaña y otras sociedades organizadas conforme a esa concepción anglosajona, si bien en la práctica real con frecuencia se desvía de los principios idealizados.

En el otro bando se encuentran lo que podemos llamar corporativistas o neomercantilistas, que consideran decisiva una alianza entre el Gobierno y las empresas para la consecución de un buen rendimiento económico y la armonía social. En ese modelo, la economía necesita un Estado que preste oídos con interés a las empresas y, en caso necesario, engrase las ruedas del comercio concediendo incentivos, subvenciones y otros beneficios discrecionales. Como la inversión y la creación de puestos de trabajo garantizan la prosperidad económica, el objetivo de la política gubernamental debe ser el de tener contentos a los productores. Las normas rígidas y las autoridades distantes sólo consiguen sofocar el instinto animal de la clase empresarial.

Esa opinión refleja una tradición aún más antigua. que se remonta a los usos mercantilistas del siglo XVII. Los mercantilistas eran partidarios de una función económica activa del Estado: para fomentar las exportaciones, disuadir las importaciones de productos acabados y establecer monopolios comerciales que enriquecieran a las empresas y a la Corona a la vez. Esa idea sobrevive en la actualidad en los usos de las superpotencias exportadoras asiáticas (muy en particular, China).

Adam Smith y sus seguidores ganaron claramente la batalla intelectual entre esos dos modelos de capitalismo, pero los datos de la realidad revelan una historia más ambigua.

Todos los campeones del crecimiento de los últimos decenios –el Japón en los decenios de 1950 y 1960, Corea del Sur desde el decenio de 1960 hasta el de 1980 y China desde comienzos del decenio de 1980– han tenido gobiernos activistas que colaboraban estrechamente con las grandes empresas. Todos ellos fomentaron enérgicamente la inversión y las exportaciones, al tiempo que disuadían (o adoptaban una postura agnóstica sobre) las importaciones. La estrategia de China en pro de una economía con mucho ahorro y gran superávit comercial de los últimos años encarna las enseñanzas mercantilistas.

También el primer mercantilismo merece un nuevo examen. Es dudoso que el gran aumento del comercio intercontinental en los siglos XVII y XVIII hubiera sido posible sin los incentivos que los Estados ofrecieron, como, por ejemplo, las cartas de monopolio. Como sostienen muchos especialistas en historia económica, las redes comerciales y los beneficios que el mercantilismo brindó a Gran Bretaña pudieron ser decisivos para lanzar la revolución industrial del país hacia mediados del siglo XVIII.

Con esto no pretendo idealizar los usos mercantilistas, cuyos efectos perjudiciales son fáciles de ver. Los gobiernos pueden acabar con demasiada facilidad en los bolsillos de las empresas, con los consiguientes amiguismo y sistemas de captación de rentas, en lugar de crecimiento económico.

Incluso cuando al comienzo da resultado, la intervención gubernamental a favor de las empresas puede perdurar más de lo conveniente y quedar anquilosada. El objetivo de los superávits comerciales dsesencadena inevitablemente conflictos con los interlocutores comerciales, por lo que la eficacia de las políticas mercantilistas depende en parte de la inexistencia de políticas similares en otros lugares.

Además, el mercantilismo unilateral no es una garantía de éxito. La relación comercial entre China y los Estados Unidos puede haber parecido un matrimonio ideal –entre practicantes de los respectivos modelos mercantilista y liberal–, pero con una observación retrospectiva resulta claro que ha acabado mal, sencillamente. A consecuencia de ello, China tendrá que hacer importantes cambios en su estrategia económica, para los que no está preparada aún.

No obstante, la mentalidad mercantilista brinda a los encargados de la formulación de políticas algunas ventajas importantes: mejor información retrospectiva sobre las limitaciones que afronta y las oportunidades de que dispone la actividad económica privada y capacidad para crear una conciencia de propósito nacional en torno a las metas económicas. Los liberales pueden aprender mucho de ello.

De hecho, la incapacidad para ver las ventajas de las estrechas relaciones entre el Estado y las empresas es el ángulo muerto del liberalismo económico moderno. Basta con ver cómo se ha desarrollado la búsqueda de las causas de la crisis financiera en los EE.UU. La teoría oficial actual atribuye la culpa directamente a los estrechos vínculos creados entre la autoridades y el sector financiero en los últimos decenios. Para los liberales de manual, el Estado debería haberse mantenido a distancia y haberse limitado a actuar como un guardián platónico de la soberanía de los consumidores.

Pero el problema no es el de que el Gobierno escuchara demasiado a Wall Street, sino el de que no escuchó lo suficiente a la calle, donde estaban los productores e innovadores reales. Así es como teorías económicas no demostradas sobre los mercados eficientes y la autorregulación pueden substituir el sentido común y permitir a los intereses financieros adquirir hegemonía y dejar a todos los demás, incluidos los gobiernos, para recoger los platos rotos.

Fuente: www.project-syndicate.org

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