viernes, 11 de septiembre de 2009

ME-O en el “fin de la historia”

Por: Osvaldo Torres

La tesis neoconservadora de fines de los '80, sobre la llegada del "fin de la historia" producto de la caída del Muro de Berlín -que simbolizaba el triunfo del capitalismo y la democracia liberal a nivel mundial-, convergió con las luchas sociales de América Latina que pusieron fin a las dictaduras cívico-militares.

Nuestro continente en los '90 ingresó a la primavera democrática en medio de la ola neoliberal que terminó en importantes convulsiones sociales y políticas en Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia y en cambios significativos en Centroamérica, Brasil y México, entre otros países, demostrando lo errado de las tesis que planteaban el fin de la Historia, del sujeto, la política y los movimientos sociales.

Sin embargo, Chile emergía -nuevamente- como una excepcionalidad histórica, esta vez por su crecimiento económico, su "transición ejemplar", la tranquilidad social y la estabilidad política. Aquí parecía que efectivamente había muerto la Historia: la economía de mercado se había consensuado en tanto las políticas económicas moderaban el neoliberalismo ortodoxo; las políticas sociales redistribuían los recursos hacia los más pobres; el modelo político de democracia autoritaria se respetaba a regañadientes y el binominalismo electoral satisfacía a todos los partidos y parlamentarios. En resumen, el horizonte prometía una lucha por la "mejor administracion" del Estado entre bloques que se aproximaban a los discursos del centro político a objeto de (re)tener la mayoría, lo que diluía las diferencias ideológicas, hacía indistinguible las diferencias programáticas y a la política la transformaba en un oficio de especialistas en políticas públicas. Era como si las luchas por la emancipación humana, tan caras a la modernidad, se diluían en la funcionalidad sistémica que todo lo resolvería con su neutralidad, su conocimiento técnico y autorregulado. En todo este trayecto parecía morir el eje izquierda derecha, con la excepción de la izquierda extraparlamentaria reducida a una pequeña expresión electoral.

El "ruido díscolo" se hizo evidente con la elección de la Presidenta Bachelet expresión de una voluntad ciudadana que se imponía a unos partidos ya lejanos de la gente; continuó alrededor de la exigencia de expandir las libertades civiles, que fue transformado en una batería de proyectos de ley por un grupo de diputados; luego vino la protesta social de los estudiantes secundarios y de los subcontratistas, demandando cambios de fondo a la educación y las relaciones laborales; continuó con la protesta mapuche, que evidenció la multiculturalidad del país en un Estado centralista y represivo hacia la diferencia. El "murmullo social" se transformaba en acción.

Tanto la crisis mundial del capitalismo financiero como los procesos latinoamericanos de afirmación de las autonomías estatales y de sus procesos sociales, son el contexto del retorno de la política y la disputa sobre los programas progresistas que Chile necesita.

Lo que regresa es el sentido común que deja al desnudo que los mercados no se mandan solos ni se concentran por un automatismo, sino por un laissez faire debido a la omisión consciente del sistema político. Se vuelve obvio que el autoritarismo heredado no es genético, en este caso es por cesión de la iniciativa político cultural ante los poderes fácticos. Se ha develado que el cierre a los mecanismos de participación y crítica, no ha sido por temor a la desestabilización -que también existe en algunos- sino por la convicción de varios de que la politización de los ciudadanos le hace mal a este tipo de régimen democrático limitado. Es la crisis de un relato que hizo de las políticas compensatorias un modo de apaciguar las desigualdades sociales y territoriales que se percibían como una condición dada y no como construida y por tanto modificable.

En definitiva, la política ha vuelto por sus fueros. La ruptura del cuadro electoral de dos alternativas presidenciales ha venido a restituir un debate necesario para democratizar el país y cambiar las bases del modelo de desarrollo. En este sentido Marco Enríquez-Ominami ha enterrado la tesis del "fin de la historia", pues sin ser expresión de una propuesta revolucionaria en el sentido clásico, vino a "revolucionar" el duopolio político, al presentar una propuesta distinta que postula una nueva Constitución y régimen político para modernizar el país; la recuperación de las aguas y el control ciudadano sobre la riqueza que genera Codelco; una reforma tributaria que haga pagar un poco a los que ganan más para modificar la desigualdad social; y una ampliación de las libertades civiles que limite el control del Estado y los mercados sobre los ciudadanos. Es la búsqueda de restituirle a la política la función principal de encarnar los proyectos diferentes en una disputa transparente y democrática en que los ciudadanos decidan libre y soberanamente. La nueva mayoría en construcción es también una nueva estrategia de desarrollo para el país.

El comienzo de una nueva historia requiere de la re-configuración del mapa político y en esto ME-O ya es victorioso. Falta que el debate presidencial permita dibujar con precisión los programas que encarnan cada uno de los candidatos y los sectores que pretenden representar, pues las y los ciudadanos darán su voto a quienes sean creíbles y confiables en responder a los desafíos del por-venir.

Fuente: El Mostrador

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