martes, 30 de junio de 2009

Honduras: Golpe civil-militar

Por: Claudio Fuentes

La crisis política de Honduras ha revivido los peores fantasmas del autoritarismo en la región. La inusual salida en pijama del presidente Zelaya, el rol de las fuerzas armadas en este golpe de Estado, y el rápido y sorpresivo reordenamiento del cuadro político interno han llamado la atención de la comunidad internacional.

Varios líderes han manifestado su preocupación porque una forma de terminar los gobiernos democráticos que se pensaba “superada”, vuelve a repetirse en la región. El presidente estadounidense, Barack Obama, sostuvo a propósito de este caso que “sería un terrible precedente si comenzamos a movernos hacia atrás, hacia una era en que los golpes militares son el medio para cambiar gobiernos y no a través de elecciones democráticas”.

Pero la salida abrupta de Zelaya se agrega a una ya larga lista de presidentes de América Latina y el Caribe que no han alcanzado a terminar su mandato durante la llamada tercera ola democratizadora. Desde 1985 a la fecha fueron removidos de su cargo u obligados a renunciar los presidentes democráticamente electos de Bolivia (1985, 2003), Argentina (1989, 2001), Brasil (1992), Guatemala (1993), Venezuela (1993), República Dominicana (1996), Ecuador (1997, 2000, 2005), Paraguay (1999), y Perú (2000). A ello se agregan los dos colapsos del régimen en Haití (1994 y 2004).

Entonces, no resulta tan novedoso para la región que un presidente democrático interrumpa abruptamente su mandato (16 casos en 29 años). En un reciente estudio, Aníbal Pérez Liñán (América Latina Hoy) concluía que lo que explica estos colapsos es la combinación de dos factores: el conflicto de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo (en particular, cuando este último no contaba con la mayoría en el Congreso), y la convergencia en las calles de grupos organizados que son capaces de inhabilitar a un presidente con baja popularidad y sin apoyo de las elites.

Lo sorpresivo del caso de Honduras, entonces, no está dado tanto por el quiebre institucional mismo, sino por el proceso que antecedió la salida del presidente Zelaya. En esta historia, sí hubo conflicto de poderes, pero nunca existió la segunda pre-condición que parecía necesaria en otros quiebres institucionales de la región: la política hasta el momento no se había volcado a la calle.

El primer elemento evidente en esta crisis fue un conflicto intra-elite. Los actores claves que han intervenido en la crisis son todos miembros de la misma elite que ha gobernado Honduras por cerca de treinta años. Manuel Zelaya es un empresario que proviene de una familia acomodada y que se unió al partido liberal en 1970. Antes de llegar a ocupar el sillón presidencial, fue diputado, ministro, y asesor de la presidencia. Roberto Micheletti, quien asumió como presidente de facto, también es un empresario y también es miembro del partido liberal. Micheletti disputó el cupo para competir como candidato a la presidencia el año pasado, perdiendo ante Elvin Ernesto Santos—quien fuera vicepresidente bajo la administración de Zelaya.

Se trató de una acción letal de una elite que controla los principales espacios de poder de dicho país y en contra de uno de los suyos. La Corte Suprema emitió un comunicado indicando que las fuerzas armadas al expulsar a su presidente actuaron “en defensa del Estado de Derecho”. El Congreso rápidamente definió una sucesión y la encontró en uno de los políticos más tradicionales del partido liberal. Los grandes empresarios apoyaron rápidamente al nuevo gobierno y la Iglesia Católica sostuvo que “la crisis política está encausada” (La Prensa 29/06/09). De este modo, no se evidencian divisiones serias entre los grupos de elite de dicha sociedad: empresarios, jueces, políticos y sacerdotes parecen estar de acuerdo con el nuevo escenario.

Lo anterior nos lleva a una segunda cuestión: ¿podemos culpar a las instituciones de esta crisis presidencial? El caso muestra a un presidente que quería informarse sobre la voluntad ciudadana de convocar a una nueva Asamblea Constituyente y el Congreso y el Poder Judicial que indicaron que dicha convocatoria era ilegal. Las primeras reacciones luego de producido el golpe han señalado que Honduras posee débiles mecanismos institucionales para enfrentar crisis políticas. Por ejemplo, las fuerzas armadas constitucionalmente son garantes del orden, pero al mismo tiempo deben ser obedientes a su comandante en jefe—es decir, al propio presidente. ¿Fue la ambigüedad de la letra la que ocasionó este conflicto de poderes?

Como este y muchos otros casos nos demuestran, las instituciones proveen un contexto, un marco dentro del cual los actores funcionan. Pero es responsabilidad de los actores el hacer funcionar dichas instituciones. La responsabilidad fundamental recae, entonces, en los actores que, enfrentados a una decisión de romper con la legalidad, deciden tomar a su presidente y dejarlo en pijamas en un vecino país. No es culpa de las instituciones. Más bien, la responsabilidad es de los actores que no tienen la voluntad de generar los espacios para resolver el conflicto político.

Una tercera cuestión es el carácter aparentemente sorpresivo de esta acción política. La polarización del país estaba en franco incremento durante al menos el último año. Zelaya había radicalizado su discurso; el partido Liberal comenzaba a distanciarse de su presidente; y los principales actores de la sociedad hondureña comenzaban a mostrar su preocupación. En febrero de este año, la Iglesia Católica mostraba su preocupación por la pobreza, la polarización política y el incremento en los niveles de violencia delictual. Durante el año 2008 se produjeron más de 7 mil homicidios, y un 36% de ellos fueron asesinatos de sicarios bajo órdenes del narcotráfico local e internacional que incluso afectaron a políticos hondureños.

Una semana antes del golpe, la Iglesia Católica, además de rechazar el giro a la izquierda de Zelaya, advertía que “la gobernabilidad de la nación pende de un hilo y en cualquier momento se puede caer en los vaivenes y destrozos de las revueltas populares”, agregando que “Se habla mucho de cambiar la actual Constitución, pero no existen los espacios donde se pueda dialogar, discutir y consensuar la naturaleza de los cambios. Esta situación no culmina en un verdadero proceso de desarrollo. A lo único que conduce es a establecer un régimen totalitario, y a la polarización extrema de la sociedad, de manera que es imposible establecer la paz social y vivir en un ambiente de solidaridad. Pues siempre está presente la sospecha, la intimidación y los abusos en contra de quienes se atreven a pensar de manera diferente a la del gobierno totalitario” (La Prensa 20/06/09).

A diferencia de otros procesos de destitución presidencial (Bolivia y Ecuador, por ejemplo), no ha sido un movimiento popular y social el que ha descabezado a las autoridades que tradicionalmente detentaron el poder. La ruptura con el status quo se intentó desde arriba y de ahí que no sepamos a ciencia cierta el destino de Honduras en el corto plazo. ¿Se articulará un movimiento social en defensa de un presidente (Zelaya) que no era ni popular ni representante de sectores sociales organizados?

El cuarto elemento crucial para entender Honduras es el rol cumplido por las fuerzas armadas. Las instituciones castrenses son claves para mantener al nuevo gobierno y de ellas dependerá en definitiva la viabilidad del proceso. En la práctica, ellas serán las encargadas de controlar las protestas y conducir las próximas elecciones por lo que los actores políticos e internacionales no sólo deberán negociar con el gobierno de facto, sino también alinear a las fuerzas armadas en la nueva solución que se encuentre.

En este contexto, la tarea para los actores internacionales no será fácil. Deberán enfrentar a una elite homogénea, apoyada por las fuerzas armadas, que quería al presidente Zelaya fuera de la escena política. Tal cual están dadas las cosas hoy, es más probable una solución asociada al adelantamiento de las elecciones planificadas para noviembre que la restitución de Zelaya en el poder. Sin embargo, el único factor emergente que podría inclinar la balanza a favor del depuesto presidente es la persistencia de la protesta social a favor del estado de derecho.

Así, el futuro de Zelaya más que nunca depende de dos elementos que no puede controlar: la comunidad internacional y los sectores populares.

Fuente: La Tercera

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