sábado, 30 de enero de 2010

Guido el patrón de fundo

Carta a la directora del diario La Segunda

Por: Daniel Bello

Señora directora:

Escribo para expresar el profundo malestar que siento, como militante de un partido de la Concertación y como ciudadano, por las palabras y la actitud del senador Guido Girardi, plasmadas en la entrevista publicada por este medio el miércoles 27 de enero (http://bit.ly/ciVxu8). Parece ser que hay quienes, como el senador, viven obnubilados por el poder, y no logran ver la realidad, y mucho menos distinguir los “errores” que provocaron la derrota de la Concertación en las pasadas elecciones. Tal realidad obviada es la de ciudadanos y militantes cansados de acuerdos entre cuatro paredes, y de actitudes matonescas. Aquellos “errores” son justamente estas mismas malas prácticas que degradaron la institucionalidad de la coalición, y restaron legitimidad a quien fue en definitiva el candidato presidencial -derrotado-.

Hoy, si queremos recuperar la confianza de militantes y ciudadanos, debemos partir por profundizar la democracia al interior de los partidos, realizar procesos competitivos y limpios, clarificando las metas de quienes postulan a cargos dirigenciales, tratando de poner ideas por sobre nombres, y propuestas por sobre amenazas.

Basta de pactos en las sombras; basta de actitudes matonescas. Los patrones de fundo que vuelvan al fundo y los señores feudales a los libros de historia.

Daniel Bello Arellano
Militante socialista

jueves, 28 de enero de 2010

Falsos positivos universitarios

Por: Luis Fernando Trejos

En el día de ayer el presidente de Colombia Álvaro Uribe, hizo pública su última estrategia para combatir la creciente violencia en la ciudad de Medellín, este defensor de la democracia, los Derechos Humanos, la moral y las buenas costumbres, espera que en próximos días unos mil estudiantes universitarios se vinculen como informantes del Ejército en las universidades de esta ciudad, recibiendo un pago mensual por la prestación de dicho servicio a la patria. Según el mandatario la colaboración de los universitarios servirá para frenar la racha de violencia que vive actualmente la capital de Antioquia. Ante semejante aberración cabe hacer las siguientes reflexiones:

1- Si lo que se busca es controlar la violencia, especialmente en ciertas comunas que se encuentran bajo el control de bandas conformadas en su mayoría por ex integrantes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ¿Qué pueden hacer realmente estudiantes universitarios frente a experimentados criminales bien armados y ligados al narcotráfico? Si se busca combatir la violencia urbana presente en sectores urbanos específicos ¿por qué vincular estudiantes universitarios como informantes (sapos) del Ejército y no de la policía o la Fiscalía?

2- El gobierno está llevando el conflicto armado al interior de las universidades, que son por su naturaleza espacios de reflexión y de desarrollo de la academia, la investigación las artes y las ciencias. ¿Bajo que criterios y qué tipo de actividades criminales puede detectar un estudiante de primer semestre?

3- ¿Qué pasará si un estudiante después de tres o cuatro pagos no ha denunciado ninguna actividad criminal? ¿No se verá presionado a inventar dichas actividades (falsos positivos en las universidades)? ¿Cómo se garantizará que las denuncias no se utilicen para saldar problemas personales, económicos o sentimentales?

4- ¿Es posible que un problema con hondas raíces sociales como es la violencia (pobreza, marginalidad, desempleo, baja cobertura en educación, salud y vivienda, ausencia del Estado, instituciones débiles, corrupción endémica, etc.) se solucione con medidas policivas? La violencia en Colombia no es la causa de los males que aquejan al país, sino el efecto de los mismos. Y en este sentido este gobierno con este tipo de medidas al igual que todos los anteriores ha puesto la carreta a tirar de los bueyes.

5- ¿Cómo se podrá garantizar que estos estudiantes informantes no se conviertan en objetivo militar de los actores armados que van a denunciar? ¿No viola esta política el principio del Derecho Internacional Humanitario que obliga a las partes enfrentadas a distinguir entre civiles y combatientes, al vincular directamente a universitarios con el Ejército?

Esta decisión del gobierno sólo viene a confirmar el fracaso del proceso de paz con las AUC, la inoperancia de la justicia, la ineficacia de la policía y desnuda una de las tantas fallas de la seguridad democrática, su falta de resultados en la lucha contra la delincuencia común y el paramilitarismo urbano. Esperemos que este tipo de medidas contrainsurgentes no termine profundizando el conflicto armado, no genere una cacería de brujas al interior de los centros de estudio y que el gobierno antes de vincular jóvenes a la guerra, les ofrezca reales oportunidades laborales y espacios culturales y recreativos.

martes, 26 de enero de 2010

Voto obligatorio: más que un derecho y más que un deber

Por: Daniel Bello

14 de enero de 2009

En los últimos días ha vuelto, un poco a tontas y locas –en medio de urgencias por corregir in extremis la confusa y errática señalética que desconcertó (y buscó reconcertar) a ciertos díscolos-, el debate en torno a si el voto es un derecho o un deber, y si el votar debe ser un acto voluntario u obligatorio.

En primer lugar quiero decir que en esto no hay verdades absolutas, sólo parciales, y claramente vinculadas a posturas ideológicas. Por lo mismo, la disyuntiva derecho/deber, planteada hace algunas semanas por el -a estas alturas- amigo twittero @jsajuria en El Mostrador (http://bit.ly/7CevHD), puede tener incluso tres soluciones válidas: “A”, “B”, y “A y B”.

Considerando lo anterior creo que es importante anteponer un “desde mi perspectiva” a toda propuesta de solución al problema.

Desde mi perspectiva, el voto es sin duda un derecho. Mucho ha costado hacerlo extensivo a toda la población mayor de 18 años –en una epopeya verdaderamente “progresista”- como para siquiera entrar a comentar este punto. No tiene sentido. No obstante, de seguro hay quien, en virtud de alguna ideología cavernaria, quiera rebatir esta afirmación. Está en su derecho, pero quienes salimos ya de la caverna sólo volvemos a ella en busca de arte rupestre, o restos cerámicos.

Desde mi perspectiva, el voto es también un deber. Creo –sin descubrir la pólvora ni mucho menos- que la vida en sociedad requiere no sólo de espacios de libertad; también requiere que los individuos libres asuman responsabilidades mínimas por el bien común. Así como pagar impuestos permite financiar las obras públicas y redistribuir el ingreso, participar del proceso político permite consolidar y perfeccionar los mecanismos de toma de decisiones, y reforzar el sentido de comunidad, todas cosas que van en beneficio del colectivo. La presión ejercida por el total de votantes permite que la clase política se amolde a las necesidades del conjunto social, asegurando que todas las demandas sean escuchadas –aunque, ciertamente, con la distorsión generada por el poder de cada quien (pero esa es harina de otro costal)-.

Esto sólo se consigue con la obligatoriedad del voto.

El voto voluntario introduce, en la práctica (que es donde importa), un sesgo de clase. Como toda libertad negativa, es abstracta y no considera las capacidades reales de los ciudadanos. Pretende ser, en la teoría, una medida igualitaria pero tal falaz pretensión se esfuma al primer contacto con la realidad. Muchos ciudadanos no logran visualizar el valor del pequeño poder que otorga el voto, y muchos, principalmente de bajos ingresos, enfrentan condiciones estructurales –es decir ajenas a la propia voluntad- que coartan –de facto- las posibilidades de ejercer el derecho, causando una “voluntaria” autoexclusión de los procesos eleccionarios. En contraste, las personas de ingresos medios y altos tienden a acudir en mayor proporción a las urnas, generando -según la experiencia comparada-, la disminución del peso relativo de quienes más necesitan de la atención de los representantes, y un desbalance que en definitiva provoca la instalación de una fuerza conservadora en el sistema político (que dificulta la búsqueda de igualdad social).

La obligatoriedad del voto, más allá de hacer de un deber moral uno legal, permite (en la práctica que es donde importa) nivelar la cancha, evitando que ciertos grupos sociales monopolicen el poder político, cosa que de hecho ocurre con el voto voluntario.

El debate teórico e ideológico da para todo, hasta para no ver en el voto un derecho (quizá en alguna olvidada caverna). Por lo mismo, creo que la discusión debe centrarse más bien en los efectos prácticos que la obligatoriedad y la voluntariedad tienen sobre el sistema político, sobre los procesos eleccionarios, y sobre la vida en comunidad.

Desde mi perspectiva, el voto es un derecho y un deber. Pero más allá de eso creo –apoyado en muy diversos estudios (algunos de los cuales han estado circulando por Twitter últimamente)- que la obligatoriedad contribuye a la imperecedera lucha por una sociedad más justa e igualitaria.

Si para algunos esto es sólo “música”, pues que viva la buena música.

jueves, 21 de enero de 2010

Jefes de Estado deben asumir con elegancia fallo de La Haya

Entrevista a José Rodríguez Elizondo

Si el Perú y Chile viven una "Paz Fría" acentuada tras la demanda ante La Haya el 2008 ¿Cómo podría cambiar la situación bilateral tras la elección de mañana?

Esto depende de los cambios de gobierno en ambos países y no sólo en Chile. Si no implican una conmoción sistémica, habría mejor clima para reducir las tensiones, pues los nuevos líderes llegarían sin cicatrices en la piel. En ese contexto, Frei y/o Piñera garantizan la normalidad sistémica. En cuanto al Perú, habría que esperar para conocer las opciones de recambio.

El ciudadano común peruano se hace una pregunta justa: ¿Conviene al Perú, en términos de relaciones positivas, que gane Piñera o Frei?

Ambos garantizan similar voluntad política de buenas relaciones. Frei lo prueba con su propio gobierno, que culminó con el Acta de Ejecución de 1999. En el Perú y Chile se dijo, entonces, que dicho acuerdo solucionaba "todos los problemas pendientes". Piñera lo prueba con su decisión anunciada de no ceder espacios soberanos a Bolivia y con su ejecutoria empresarial. Como se sabe, los sectores empresariales chileno y peruano son, hoy día, la fuerza social que más y mejor trabaja por la distensión.

¿La distensión puede mantenerse en la medida que Frei asegura que la demanda peruana está desfasada y Piñera puntualiza que defenderá la soberanía chilena?

Visto desde Chile, el tema es que la tensión comenzó con la pretensión de alterar el statu quo fronterizo y se potenció, decisivamente, con la demanda ante la Corte Internacional de Justicia. En rigor, lo que se produjo en Chile fue una reacción defensiva y no una acción tensionante.

Usted sostiene que Chile tiene la razón jurídica, pero que su país no debe agotar su estrategia en este componente. ¿Cuál de los candidatos puede liderar una ofensiva mediática contra el Perú?

Lo que yo digo es que Chile ha dado una ventaja poco ortodoxa, al no elaborar lo que los tratadistas llaman "estrategia de disuasión". Se ha limitado a la sola réplica jurídica, mientras el Perú ha desarrollado una estrategia integral, con manejo de los tiempos y componentes jurídicos, políticos, diplomáticos, económicos, militares y comunicacionales. A mi juicio, el peruano es un caso de aplicación creativa de la "estrategia de aproximación indirecta", patentada por el teórico británico Liddell Hart.

¿Cómo debe manejar el nuevo gobierno chileno el caso del espía Víctor Ariza?

Se necesitan dos para el tango. El nuevo gobierno chileno debe tener un manejo más sofisticado, en la medida en que Alan García no reincida en su retórica nacionalista inflamada.

¿Debería, el ganador, suscribir el Pacto de No Agresión promovido por el presidente García o simplemente ignorarlo?

Con todo respeto, ese fue un acto fallido del Presidente García. Recuerde que esa nomenclatura fue desestimada. Primero, por superflua: la condena a la agresión es tema principal de la Carta de la ONU, cuyo rango jurídico es máximo. Segundo, porque evocar los viejos pactos de no agresión equivale a reconocer un ánimo beligerante y eso no ayuda a la distensión. Entiendo que lo que se está discutiendo, hoy, es un compromiso de cooperación.

En su último libro explica la presión neo-nacionalista que empujó a Alan García a liderar la demanda ¿El nuevo presidente debe también invocar a un neo-nacionalismo chileno en el tema?

En Chile la ideología nacionalista no tiene expresión sistémica o institucional. Sí existe un sentimiento nacionalista, que se expresa, ocasionalmente, en la sociedad y en cualquier partido. Eso explica por qué el tema marítimo sólo ha inducido reacciones, pero no acciones nacionalistas estructuradas. Ni Frei ni Piñera aportarían cambios de talante como el que usted dice.

¿Qué significa para usted el respaldo de Mario Vargas Llosa a Piñera?

Muy propio de un escritor que sigue amando la aventura. No lo digo por su opción piñerista, sino porque opinar sobre un momento decisivo de la política chilena, en Santiago y en el contexto de un importante conflicto con el Perú, debió parecerle un desafío interesante. Es importante recordar que MVLL es un peruano que se ha jugado por la amistad chileno-peruana. No se merecía las manifestaciones de repudio de una parte del público que concurrió a la inauguración de nuestro Museo de la Memoria.

¿Cuál es el mensaje que deja Michelle Bachelet respecto a las relaciones peruano-chilenas?

Me parece realista su llamado a tener una "relación inteligente". Es lo mínimo que puede pedirse, pues escalar en el desafecto sería una estupidez.

¿Finalmente, cómo el nuevo mandatario y el presidente peruano elegido el 2011 pueden alcanzar un equilibrio en el Pacífico más allá de la Corte Internacional?

Importante pregunta pues, efectivamente, la demanda peruana reactivó el antiquísimo tema del equilibrio del poder en el Pacífico Sur. Lo hizo en cuanto desconoce el statu quo fronterizo y, simultáneamente, trata de consolidar la exclusión de Bolivia en los términos del Tratado de 1929. Para reconducir la relación bilateral, lo primero que debieran hacer los nuevos jefes de Estado es asumir con elegancia el eventual fallo de la CIJ. Ello les facilitaría enseñar que el tema del futuro no será la hegemonía, sino la cooperación en el Pacífico Sur, en el marco de APEC y de la integración sub-regional.

Fuente: La Tercera

Haití: un desafío internacional

Por: Carlos Fuentes

Miro una foto de una tristeza, dolor, crueldad y violencia inmensas: un hombre toma del pie el cadáver de un niño y lo arroja al aire. El cuerpo va a dar a la montaña de cadáveres -decenas de millares en una población de 10 millones-. Saldo terrible del terremoto en Haití. Cuesta admitir que una catástrofe más se añada a la suma catastrófica de esta desdichada nación caribeña. El 80% de sus habitantes sobrevive con menos de dos dólares diarios. El país debe importar las cuatro quintas partes de lo que come. La mortalidad infantil es la más alta del continente. El promedio de vida es de 52 años. Más de la mitad de la población tiene menos de 25 años. La tierra ha sido erosionada. Sólo un 1,7% de los bosques sobreviven. Tres cuartas partes de la población carece de agua potable. El desempleo asciende al 70% de la fuerza de trabajo. El 80% de los haitianos vive en la pobreza absoluta.

Los huracanes son frecuentes. Pero si la naturaleza es impía, más lo es la política humana. Primer país latinoamericano en obtener la independencia, en 1804, se sucedieron en Haití gobernantes pintorescos que han alimentado el imaginario literario. Toussaint L'Ouverture, fundador de la República, depuesto por una expedición armada de Napoleón I. El emperador Jean-Jacques Dessalines extermina a la población blanca y discrimina a los mulatos, pero es derrotado por éstos. Alexandre-Pétion, junto con el dirigente negro Henry Christophe, convertido en brujo y pájaro por Alejo Carpentier en su gran novela El reino de este mundo, espléndido resumen novelesco del mundo animista de brujos y maldiciones haitianas. Fueron los "jacobinos negros".

El verdadero maleficio de Haití, sin embargo, no está en la imaginación literaria, ni en el folclore, sino en la política. Sólo después de la ocupación norteamericana (1915-1934), Haití ha sufrido una sucesión de presidentes de escasa duración y una manifiesta ausencia de leyes e instituciones, vacío llenado, entre 1957 y 1986, por Papá Doc Duvalier y su hijo Baby Doc, cuyas fortunas personales ascendieron en proporción directa al descenso del ingreso de la población, el desempleo y la pobreza. Patrimonialismo salvaje que intentó corregir, en 1990, el presidente Jean-Baptiste Aristide, exiliado en 1991, de regreso en 1994, y desplazado al cabo por el actual presidente René Préval.

Este carrusel político no da cuenta de las persistentes dificultades provocadas por la guerra de pandillas criminales, herederas de los terribles tonton-macoutes de Duvalier, incontenibles para una policía de apenas 4.000 hombres y avasallada por las realidades de la tortura, la brutalidad, el abuso y la corrupción como normas de la existencia.¿Qué puede hacer la comunidad internacional sin que los préstamos del Banco Mundial o del Banco Interamericano desaparezcan en el vértigo de la corrupción? La presencia de una fuerza multinacional de la ONU, la MINUSTAH o Misión Estabilizadora (con gran presencia brasileña) ha contribuido sin duda a disminuir el pandillismo, los secuestros y la violencia. La inflación disminuyó de 2008 acá de un 40% a un 10% y el PIB aumentó en un 4%. Prueba de que hay soluciones, por parciales que sean, a la problemática señalada. Pero hoy, el terremoto borra lo ganado y abre un nuevo capítulo de retraso, desolación y muerte.

La comunidad internacional está respondiendo, a pesar de que Puerto Príncipe ha perdido su capacidad portuaria, el aeropuerto tiene una sola pista y el hambre, la desesperación y el ánimo de motín aumentan. El presidente Barack Obama ha dispuesto (con una velocidad que contrasta con la desidia de su predecesor en el caso del Katrina en Nueva Orleans) medidas extraordinarias de auxilio.

Obama ha tenido cuidado en que el apoyo norteamericano sea visto como parte de la solidaridad global provocada por la tragedia haitiana, y ha hecho bien. Las intervenciones norteamericanas en Haití están presentes en la memoria. Entre 1915 y 1934, la infantería de marina de Estados Unidos ocupó la isla y sólo la llegada de Franklin Roosevelt a la Casa Blanca le dio fin a la intervención. No hay que ser pro-yanqui para notar que la ocupación trajo orden, el fin de la violencia y un programa de obras públicas, aunque no trajo la libertad, ni acabó con la brutalidad subyacente de la vida haitiana.

La presencia actual de muchas naciones y muchas fuerzas, militares y humanitarias, en suelo haitiano, propone una interrogante. Terminada la crisis, pagado su altísimo costo, ¿regresará Haití a su vida de violencia, corrupción y miseria?

Acaso el momento sea oportuno para que la comunidad internacional se proponga, en serio, pensar en el futuro de Haití y en las medidas que encarrilen al país a un futuro mejor que su terrible pasado. Que dejado a sí mismo, Haití revertirá a la fatalidad que lo ha acompañado siempre, es probable. Que la comunidad internacional debe encontrar manera de asegurar, a un tiempo, que Haití no pierda su integridad pero cuente con apoyo, presencia y garantías internacionales que asistan a la creación de instituciones, al imperio de la ley, a la erradicación de la pobreza, el crimen, la tradición patrimonialista y la tentación autoritaria, es un imperativo de la globalidad.

Ésta, la globalización, encuentra en Haití un desafío que compromete la confianza que el mundo pueda otorgarle a la desconfianza que todavía la acecha. La organización internacional prevé (o puede imaginar) maneras en que Haití y el mundo unan esfuerzos para que la situación revelada y subrayada por el terremoto no se repita.

Haití no debe ser noticia hoy y olvido pasado mañana. Haití no cuenta con un Estado nacional ni un sector público organizados. Los Estados Unidos de América no pueden suplir esas ausencias. La inteligencia de Barack Obama consiste en asociar a Norteamérica con el esfuerzo de muchos otros países. Porque Haití pone a prueba la globalidad devolviéndole el nombre propio: internacionalización, es decir, globalidad con leyes.

P.S. Una manera de entender a Haití más allá de la noticia diaria consiste en leer a algunos autores de un país de cultura rica, economía pobre y política frágil. Me refiero a Los gobernadores del Rocío de Jacques Roumain, un autor que partió de una convicción: el orgullo de los haitianos en su cultura. Tanto en Los gobernadores como en La presa y la sombra y La montaña encantada, Roumain resume en una frase el mal de Haití: "Todo mi cuerpo me duele". Junto con él, los hermanos Pierre Marcelin y Philippe Thoby-Marcelin escribieron la gran novela del Haití del vudú, las peleas de gallos y la superstición, Canapé-Vert, así como El lápiz de Dios y Todos los hombres están locos. Esta última prologada en inglés por Edmund Wilson, quien ve en ella, más allá del drama de Haití, "la perspectiva de las miserias y fracasos de la raza humana, nuestros amargos conflictos ideológicos y nuestras ambiciones aparentemente inútiles".

Fuente: El País

viernes, 15 de enero de 2010

Un disidente en China

Por: Ian Buruma

El 2009 fue un buen año para China. La economía china siguió creciendo estrepitosamente en medio de una recesión mundial. El presidente norteamericano, Barack Obama, visitó China, más con el espíritu de quien suplica ante una corte imperial que como el líder de la mayor superpotencia del mundo. Incluso la cumbre de Copenhague sobre cambio climático terminó exactamente como quería China: en un intento fallido por comprometer a China, o a cualquier otra nación industrial, a hacer recortes significativos en las emisiones de carbono, mientras toda la culpa recayó sobre Estados Unidos.

El gobierno chino, bajo el Partido Comunista, tiene todas las razones para sentirse seguro. ¿Por qué, entonces, un ex profesor amable de literatura llamado Liu Xiaobo tuvo que ser sentenciado a 11 años de prisión, sólo porque defendió públicamente la libertad de expresión y el fin del régimen unipartidario?

En 2008, Liu fue uno de los autores de una petición, la Carta 08, firmada por miles de chinos, que instaba a que se respetaran los derechos básicos. Liu no es un rebelde violento. Sus opiniones, en artículos publicados en Internet, son absolutamente pacíficas. Sin embargo, fue encarcelado por “incitar a la subversión del poder del estado”.

Salta a la vista que la noción de que Liu podría ser capaz de subvertir el inmenso poder del Partido Comunista de China es absurda. Y, sin embargo, las autoridades claramente creen que tenían que dar el ejemplo con él, para impedir que otros expresaran opiniones similares.

¿Por qué un régimen que parece ser tan seguro considera tan peligrosa una simple opinión, o incluso una petición pacífica? Quizá porque el régimen no se siente tan seguro como parece.

Sin legitimidad, ningún gobierno puede gobernar con alguna sensación de confianza. Existen muchas maneras de legitimar los acuerdos políticos. La democracia liberal es sólo una invención reciente. La monarquía hereditaria, muchas veces respaldada por la autoridad divina, ha funcionado en el pasado. Y algunos autócratas modernos, como Robert Mugabe, se han visto favorecidos por sus credenciales como luchadores por la libertad nacional.

China ha cambiado mucho en el último siglo, pero sigue siendo igual en un sentido: todavía está gobernada por una concepción religiosa de la política. La legitimidad no se basa en dar y recibir, en los acuerdos necesarios y en los tejemanejes que conforman la base de una concepción económica de la política como la que apuntala la democracia liberal. Por el contrario, el cimiento de la política religiosa es una creencia compartida, impuesta desde arriba, en la ortodoxia ideológica.

En la China imperial, esto se refería a la ortodoxia de Confucio. El ideal del estado confuciano es la “armonía”. Si toda la gente se atiene a un conjunto determinado de creencias, que incluyen códigos morales de comportamiento, los conflictos desaparecerán. Los gobernados, en este sistema ideal, obedecerán naturalmente a sus gobernantes, de la misma manera que los hijos obedecen a sus padres.

Después de las diferentes revoluciones en las primeras décadas del siglo XX, el confucianismo fue reemplazado por una versión china del comunismo. El marxismo seducía a los intelectuales chinos, porque era estrictamente teórico, introducía una ortodoxia moral moderna y se basaba, como el confucianismo, en una promesa de armonía perfecta. En última instancia, en la utopía comunista, los conflictos de intereses desaparecerían. El régimen del presidente Mao combinaba elementos del sistema imperial chino con el totalitarismo comunista.

Esta ortodoxia, sin embargo, también estaba destinada a desaparecer. Son pocos los chinos, incluso en los altos rangos del Partido Comunista, que siguen siendo marxistas convencidos. Esto dejó un vacío ideológico, rápidamente ocupado en los años 1980 por la codicia, el cinismo y la corrupción. De esta crisis surgieron las manifestaciones en toda China, conocidas colectivamente como “Tiananmen”. En 1989, Liu Xiaobo era un vocero activo de las protestas estudiantiles contra la corrupción oficial y a favor de una mayor libertad.

Poco después de la sangrienta represión en Tiananmen, una nueva ortodoxia reemplazó al marxismo chino: el nacionalismo chino. Sólo un régimen unipartidario garantizaría el continuo ascenso de China y pondría fin a siglos de humillación nacional. El Partido Comunista representaba el destino de China como una gran potencia. Dudar de esto no sólo era errado, sino antipatriótico, hasta “anti-chino”.

Desde esta perspectiva, las opiniones críticas de Liu Xiaobo eran efectivamente subversivas. Arrojaban dudas sobre la ortodoxia oficial y, por ende, sobre la legitimidad del estado. Preguntarse, como muchos lo hicieron, por qué el régimen chino se negó a negociar con los estudiantes en 1989 –o llegar a algún acuerdo con sus críticos hoy- es no entender la naturaleza de la política religiosa. La negociación, el compromiso y el acuerdo son las marcas de la política económica, donde todo trato tiene su precio. Por el contrario, quienes gobiernan según una creencia compartida no pueden permitirse negociar, ya que eso minaría la propia creencia.

Esto no quiere decir que la concepción económica de la política les sea completamente extraña a los chinos –o, si vamos al caso, que la noción religiosa de la política sea desconocida en el Occidente democrático-. Pero la insistencia en la ortodoxia todavía es suficientemente fuerte en China como para seguir siendo la defensa por omisión en contra de los críticos políticos.

Estas cosas pueden cambiar. Otras sociedades confucianas, como Corea del Sur, Taiwán y Japón, hoy tienen democracias liberales prósperas, y no existe ningún motivo para creer que una transición de esta naturaleza resulte imposible en China.

Sin embargo, es poco probable que la presión externa la genere. Muchos no chinos –yo entre ellos- han firmado una carta de protesta contra el encarcelamiento de Liu Xiaobo. Es de esperar que esto le brinde consuelo a él y les sirva de respaldo moral a los chinos que comparten sus opiniones. Pero es poco probable que impresione a quienes creen en la actual ortodoxia del nacionalismo chino. Hasta que China se libere del control de la política religiosa, los ideales de Liu probablemente no echen raíces. Esto no es un buen presagio para China y, por cierto, tampoco para el resto del mundo.

Fuente: Project Syndicate

¿El poder militar se está volviendo obsoleto?

Por: Joseph S. Nye

¿El poder militar se volverá menos importante en las próximas décadas? Es cierto que la cantidad de guerras de gran escala entre estados sigue decayendo y que es improbable el enfrentamiento entre democracias avanzadas y sobre muchas cuestiones. Pero, como dijo Barack Obama en la ceremonia de aceptación del Premio Nobel de la Paz en 2009, “debemos empezar por reconocer la difícil verdad de que no erradicaremos el conflicto violento en nuestras vidas. Siempre habrá momentos en los que los países –de manera individual o en concierto- encontrarán que el uso de la fuerza no sólo es necesario sino moralmente justificable”.

Cuando la gente habla de poder militar, tiende a pensar en términos de los recursos que sustentan el comportamiento de poder duro de luchar y amenazar con luchar –soldados, tanques, aviones, barcos y demás-. Al final, si existe la presión de dar empellones, esos recursos militares importan. Napoleón genialmente dijo que “Dios está del lado de los grandes batallones” y Mao Zetung sostenía que el poder proviene del cañón de un arma.

En el mundo de hoy, sin embargo, los recursos militares van mucho más allá de las armas y los batallones y, el comportamiento de poder duro, más allá del combate y la amenaza de combate. El poder militar también se utiliza para ofrecer protección a aliados y asistencia a amigos. Este uso no coercitivo de los recursos militares puede ser una fuente importante de comportamiento de poder blando a la hora de armar agendas, persuadir a otros gobiernos y atraer apoyo en la política mundial.

Incluso cuando piensan sólo en combate y amenazas, muchos analistas se centran exclusivamente en una guerra entre estados, y se concentran en soldados de uniforme, organizados y equipados por el estado en unidades militares formales. Pero en el siglo XXI, la mayoría de las “guerras” ocurren dentro de, y no entre, estados y muchos combatientes no usan uniforme. De 226 conflictos armados significativos entre 1945 y 2002, menos de la mitad en los años 1950 se libraron entre estados y grupos armados. Para los años 1990, esos conflictos eran la forma dominante.

Por supuesto, la guerra civil y los combatientes irregulares no son nuevos, tal como lo reconoce incluso la ley tradicional de guerra. Lo que sí es nuevo es el aumento del combate irregular, y los cambios tecnológicos que ponen un poder cada vez más destructivo en manos de pequeños grupos que habrían quedado fuera del mercado de destrucción masiva en épocas anteriores. Y la nueva tecnología ha aportado una nueva dimensión a la guerra: la perspectiva de ciberataques, con los cuales un enemigo –estado o no estado- puede crear una enorme destrucción física (o amenazar con hacerlo) sin un ejército que físicamente cruce la frontera de otro estado.

La guerra y la fuerza pueden haber disminuido, pero no han concluido. Más bien, el uso de la fuerza está adoptando nuevas formas. Los teóricos militares hoy escriben sobre una “guerra de cuarta generación” que a veces “no tiene campos de batalla o frentes definibles”; de hecho, la distinción entre civil y militar puede desaparecer.

La primera generación de guerra moderna reflejaba la táctica de línea y columna con posterioridad a la Revolución Francesa. La segunda generación se basaba en el poder de fuego masivo y culminó en la Primera Guerra Mundial; su eslogan era que la artillería conquista y la infantería ocupa. La tercera generación surgió de la táctica desarrollada por los alemanes para romper tablas con la guerra de trincheras en 1918, que Alemania perfeccionó en la táctica Blitzkrieg que le permitió derrotar a fuerzas de tanques más grandes francesas y británicas en la conquista de Francia en 1940.

Tanto las ideas como la tecnología impulsaron esos cambios. Lo mismo es válido para la cuarta generación de guerra moderna de hoy, que se centra en la sociedad y la voluntad política del enemigo para luchar.

Los grupos armados ven el conflicto como una continuidad de operaciones políticas y violentas irregulares en un período prolongado que permitirá el control de las poblaciones locales. Se benefician del hecho de que decenas de estados débiles carecen de la legitimidad o la capacidad para controlar su propio territorio de manera efectiva. El resultado es lo que el general Sir Rupert Smith, ex comandante británico en Irlanda del Norte y los Balcanes, llama “guerra entre la gente”. En estas guerras híbridas, las fuerzas convencionales e irregulares, los combatientes y los civiles, y la destrucción física y la guerra de información se entrelazan estrechamente.

Aún si la perspectiva o amenaza de uso de la fuerza entre estados se ha tornado menos probable, conservará un alto impacto, y son precisamente estas situaciones las que llevan a actores racionales a comprar un seguro muy caro. Estados Unidos probablemente sea el principal emisor de este tipo de políticas de seguro.

Esto lleva a un punto más general sobre el papel de la fuerza militar en la política mundial. El poder militar sigue siendo importante porque estructura la política mundial. Es cierto que en muchas relaciones y cuestiones, a los estados cada vez les resulta más difícil o costoso el uso de la fuerza militar. Pero el hecho de que el poder militar no siempre sea suficiente en situaciones determinadas no implica que haya perdido la capacidad de estructurar las expectativas y forjar los cálculos políticos.

Los mercados y el poder económico descansan en las estructuras políticas: en condiciones caóticas de gran incertidumbre política, a los mercados les va mal. Las estructuras políticas, a su vez, descansan en las normas y las instituciones, pero también en la gestión del poder coercitivo. Un estado moderno bien ordenado está definido por un monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza, lo que les permite operar a los mercados internos.

A nivel internacional, donde el orden es más tenue, las preocupaciones residuales sobre el uso coercitivo de la fuerza, incluso si la probabilidad es baja, pueden tener efectos importantes. La fuerza militar, junto con las normas y las instituciones, ayuda a ofrecer un grado mínimo de orden.

Desde un punto de vista metafórico, el poder militar ofrece un grado de seguridad que es al orden político y económico lo que el oxígeno es a la respiración: apenas se lo percibe hasta que empieza a tornarse escaso. Una vez que esto ocurre, su ausencia domina todo lo demás.

En este sentido, el papel del poder militar en la estructuración de la política mundial probablemente persista bien entrado el siglo XXI. El poder militar no tendrá para los estados la utilidad que tuvo en el siglo XIX, pero seguirá siendo un componente crucial de poder en la política mundial.

Fuente: Project Syndicate, 2010

¿Gobernará China al mundo?

Por: Dani Rodrik

Hace treinta años, China tenía muy poco peso en la economía global y escasa influencia fuera de sus fronteras, excepto unos pocos países con los que tenía estrechas relaciones políticas y militares. Hoy el país es una notable potencia económica: es el taller de manufactura del mundo, su principal financista, un inversionista importante en todo el mundo, desde África a América Latina y, cada vez más, una fuente importante de investigación y desarrollo.

El gobierno chino posee un inmenso nivel de reservas en moneda extranjera: más de 2 billones de dólares. No hay ningún área productiva en el mundo que no haya sentido el efecto de China, ya sea como proveedor de bajo coste o, lo que es más amenazante, como un formidable competidor.

China es todavía un país pobre. Aunque los ingresos promedio han aumentado muy rápidamente en las últimas décadas, todavía son entre un séptimo y un octavo de los niveles de los Estados Unidos: menores que en Turquía y Colombia, y no mucho más altos que en El Salvador o Egipto. Si bien la China costera y sus principales metrópolis muestran una enorme riqueza, grandes áreas de China occidental siguen sumidas en la pobreza. No obstante, se proyecta que la economía de China supere en tamaño a la de EE.UU. en algún momento de las próximas dos décadas.

Mientras tanto, Estados Unidos, la única superpotencia mundial hasta hace poco, sigue como un gigante debilitado y humillado por sus errores de política exterior y una enorme crisis financiera. Su credibilidad después de la desastrosa invasión de Irak está en un punto bajísimo, a pesar de la simpatía global que inspira el Presidente Barack Obama, y su modelo económico está hecho trizas. El dólar, antes todopoderoso, tiembla a merced de China y los países petroleros.

Todo esto plantea la interrogante de si China terminará por reemplazar a Estados Unidos como potencia hegemónica mundial que define y aplica las reglas de la economía global. En un fascinante libro publicado recientemente que tiene el revelador título de When China Rules the World (Cuando China gobierne el mundo), el académico y periodista británico Martin Jacques no deja dudas: si alguien piensa que China se integrará sin problemas a un sistema mundial liberal, capitalista y democrático, argumenta, le espera una gran sorpresa. China no es sólo la próxima superpotencia económica, sino que el orden mundial que construirá lucirá muy diferente al que teníamos EE.UU.

Los estadounidenses y europeos suponen ingenuamente que China se volverá más como ellos a medida que su economía se desarrolle y su población sea más rica. Jacques advierte que eso es una ilusión. Los chinos y su gobierno tienen una concepción distinta de la sociedad y la política: se centran en la comunidad más que en el individuo, en el estado más que en un sistema liberal, en el autoritarismo más que en la democracia. China tiene 2000 años de historia como civilización con características propias de los cuales sacar fuerzas. No se doblegará sencillamente bajo los valores e instituciones occidentales.

Un orden mundial centrado en China reflejará valores chinos más que occidentales, plantea Jacques. Beijing opacará a Nueva York, el renminbi reemplazará al dólar, el mandarín superará al inglés, y los niños de todo el mundo aprenderán sobre los viajes de descubrimiento de Zheng He por la costa oriental de África, en lugar de sobre Vasco de Gama o Cristóbal Colón.

Desaparecerá el evangelio de los mercados y la democracia. Es mucho menos probable que China intervenga en los asuntos internos de los estados soberanos. Sin embargo, a su vez exigirá a los estados más pequeños y menos poderosos un reconocimiento explícito de la primacía de China (igual que en los sistemas tributarios de la antigüedad).

No obstante, antes de que cualquiera de estas cosas pueda ocurrir, China tendrá que proseguir su rápido crecimiento económico y mantener su cohesión social y unidad política. Nada de eso es seguro. Bajo el potente dínamo económico chino subyacen profundas tensiones, desigualdades y brechas que bien podrían descarrilar su avance hacia a la hegemonía global. En su larga historia, a menudo las fuerzas centrífugas han empujado al país al caos y la desintegración.

La estabilidad de China depende de manera fundamental de la capacidad de su gobierno de alcanzar logros económicos constantes de los que pueda beneficiarse la mayoría de su población. Es el único país del mundo donde se cree que cualquier cifra inferior al 8% de crecimiento año tras año pude ser peligrosa por su potencial de desencadenar conflictos sociales. La mayor parte del resto del mundo no puede más que soñar con ese índice de crecimiento, lo que dice mucho sobre la fragilidad subyacente al sistema chino.

La naturaleza autoritaria del régimen político está en la raíz de su fragilidad. Sólo responde con represión cuando el gobierno enfrenta protestas y oposición fuera de los canales establecidos.

El problema es que se volverá cada vez más difícil para China mantener el tipo de crecimiento que ha tenido en los últimos años. En la actualidad, su crecimiento depende de una moneda subvaluada y un enorme superávit comercial. Esto es insostenible, y tarde o temprano precipitará una confrontación de proporciones con Estados Unidos (y Europa). No hay salidas fáciles para este dilema, y probablemente China deba adaptarse a un menor crecimiento.

Si supera estos obstáculos y termina por convertirse en la potencia económica predominante, la globalización adquirirá características chinas. Es probable que la democracia y los derechos humanos pierdan su brillo como normas globales. Esas son malas noticias.

La buena noticia es que un orden global chino mostrará más respeto por la soberanía nacional y más tolerancia a la diversidad nacional, lo que dará más espacio a la experimentación con diferentes modelos económicos.

Fuente: Project Syndicate, 2009

domingo, 10 de enero de 2010

El otro Estado

Por: Mario Vargas Llosa

La experiencia de México lo confirma: no es posible derrotar militarmente al narcotráfico. Habrá cultivo y tráfico de drogas mientras haya consumo. La despenalización es el único remedio

Hace algún tiempo escuché al presidente de México, Felipe Calderón, explicar a un grupo reducido de personas, qué lo llevó hace tres años a declarar la guerra total al narcotráfico, involucrando en ella al Ejército. Esta guerra, feroz, ha dejado ya más de quince mil muertos, incontables heridos y daños materiales enormes.

El panorama que el presidente Calderón trazó era espeluznante. Los cárteles se habían infiltrado como una hidra en todos los organismos del Estado y los sofocaban, corrompían, paralizaban o los ponían a su servicio. Contaban para ello con una formidable maquinaria económica, que les permitía pagar a funcionarios, policías y políticos mejores salarios que la administración pública, y una infraestructura de terror capaz de liquidar a cualquiera, no importa cuán protegido estuviera. Dio algunos ejemplos de casos donde se comprobó que los candidatos finalistas de concursos para proveer vacantes en cargos oficiales importantes relativos a la Seguridad habían sido previamente seleccionados por la mafia.

La conclusión era simple: si el gobierno no actuaba de inmediato y con la máxima energía, México corría el riesgo de convertirse en poco tiempo en un narco-estado. La decisión de incorporar al Ejército, explicó, no fue fácil, pero no había alternativa: era un cuerpo preparado para pelear y relativamente intocado por el largo brazo corruptor de los cárteles.

¿Esperaba el presidente Calderón una reacción tan brutal de las mafias? ¿Sospechaba que el narcotráfico estuviera equipado con un armamento tan mortífero y un sistema de comunicaciones tan avanzado que le permitiera contraatacar con tanta eficacia a las Fuerzas Armadas? Respondió que nadie podía haber previsto semejante desarrollo de la capacidad bélica de los narcos. Éstos iban siendo golpeados, pero, había que aceptarlo, la guerra duraría y en el camino quedarían por desgracia muchas víctimas.

Esta política de Felipe Calderón que, al comienzo, fue popular, ha ido perdiendo respaldo a medida que las ciudades mexicanas se llenaban de muertos y heridos y la violencia alcanzaba indescriptibles manifestaciones de horror. Desde entonces, las críticas han aumentado y las encuestas de opinión indican que ahora una mayoría de mexicanos es pesimista sobre el desenlace y condena esta guerra.

Los argumentos de los críticos son, principalmente, los siguientes: no se declaran guerras que no se pueden ganar. El resultado de movilizar al Ejército en un tipo de contienda para la que no ha sido preparado tendrá el efecto perverso de contaminar a las Fuerzas Armadas con la corrupción y dará a los cárteles la posibilidad de instrumentalizar también a los militares para sus fines. Al narcotráfico no se le debe enfrentar de manera abierta y a plena luz, como a un país enemigo: hay que combatirlo como él actúa, en las sombras, con cuerpos de seguridad sigilosos y especializados, lo que es tarea policial.

Muchos de estos críticos no dicen lo que de veras piensan, porque se trata de algo indecible: que es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron. Que ellos están aquí para quedarse. Que, no importa cuántos capos y forajidos caigan muertos o presos ni cuántos alijos de cocaína se capturen, la situación sólo empeorará. A los narcos caídos los reemplazarán otros, más jóvenes, más poderosos, mejor armados, más numerosos, que mantendrán operativa una industria que no ha hecho más que extenderse por el mundo desde hace décadas, sin que los reveses que recibe la hieran de manera significativa.

Esta verdad vale no sólo para México sino para buena parte de los países latinoamericanos. En algunos, como en Colombia, Bolivia y Perú, avanza a ojos vista y en otros, como Chile y Uruguay, de manera más lenta. Pero se trata de un proceso irresistible que, pese a las vertiginosas sumas de recursos y esfuerzos que se invierten en combatirlo, sigue allí, vigoroso, adaptándose a las nuevas circunstancias, sorteando los obstáculos que se le oponen con una rapidez notable, y sirviéndose de las nuevas tecnologías y de la globalización como lo hacen las más desarrolladas transnacionales del mundo.

El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y la industria del narcotráfico lo alimenta porque le rinde pingües ganancias. Las victorias que la lucha contra las drogas pueden mostrar son insignificantes comparadas con el número de consumidores en los cinco continentes. Y afecta a todas las clases sociales. Los efectos son tan dañinos en la salud como en las instituciones. Y a las democracias del Tercer Mundo, como un cáncer, las va minando.

¿No hay, pues, solución? ¿Estamos condenados a vivir más tarde o más temprano, con narco-Estados como el que ha querido impedir el presidente Felipe Calderón? La hay. Consiste en descriminalizar el consumo de drogas mediante un acuerdo de países consumidores y países productores, tal como vienen sosteniendo The Economist y buen número de juristas, profesores, sociólogos y científicos en muchos países del mundo sin ser escuchados. En febrero de 2009, una Comisión sobre Drogas y Democracia creada por tres ex-presidentes, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, propuso la descriminalización de la marihuana y una política que privilegie la prevención sobre la represión. Éstos son indicios alentadores.

La legalización entraña peligros, desde luego. Y, por eso, debe ser acompañada de un redireccionamiento de las enormes sumas que hoy día se invierten en la represión, destinándolas a campañas educativas y políticas de rehabilitación e información como las que, en lo relativo al tabaco, han dado tan buenos resultados.

El argumento según el cual la legalización atizaría el consumo como un incendio, sobre todo entre los jóvenes y niños, es válido, sin duda. Pero lo probable es que se trate de un fenómeno pasajero y contenible si se lo contrarresta con campañas efectivas de prevención. De hecho, en países como Holanda, donde se han dado pasos permisivos en el consumo de las drogas, el incremento ha sido fugaz y luego de un cierto tiempo se ha estabilizado. En Portugal, según un estudio del CATO Institute, el consumo disminuyó después que se descriminalizara la posesión de drogas para uso personal.

¿Por qué los gobiernos, que día a día comprueban lo costosa e inútil que es la política represiva, se niegan a considerar la descriminalización y a hacer estudios con participación de científicos, trabajadores sociales, jueces y agencias especializadas sobre los logros y consecuencias que ella traería? Porque, como lo explicó hace veinte años Milton Friedman, quien se adelantó a advertir la magnitud que alcanzaría el problema si no se lo resolvía a tiempo y a sugerir la legalización, intereses poderosos lo impiden. No sólo quienes se oponen a ella por razones de principio. El obstáculo mayor son los organismos y personas que viven de la represión de las drogas, y que, como es natural, defienden con uñas y dientes su fuente de trabajo. No son razones éticas, religiosas o políticas, sino el crudo interés el obstáculo mayor para acabar con la arrolladora criminalidad asociada al narcotráfico, la mayor amenaza para la democracia en América Latina, más aún que el populismo autoritario de Hugo Chávez y sus satélites.

Lo que ocurre en México es trágico y anuncia lo que empezarán a vivir tarde o temprano los países que se empeñen en librar una guerra ya perdida contra ese otro Estado que ha ido surgiendo delante de nuestras narices sin que quisiéramos verlo.

Fuente: El País

La derecha y Vargas Llosa

Por: Carlos Peña

La intervención de Vargas Llosa, el viernes —se reunió con Piñera, Edwards y Ampuero para conversar acerca de la libertad—, debió poner en aprietos a la derecha chilena.

Y es que el concepto de libertad que maneja el escritor no era el de la mayoría de quienes le aplaudían (y no se sabe entonces si aplaudían de corteses o porque no entendieron nada).

Para Vargas Llosa, la libertad equivale a la autonomía que una sociedad democrática reconoce a sus miembros adultos en una amplia gama de actividades que van desde los intercambios económicos a la vida sexual.

Así entonces, y justo porque defiende la libertad como gato de espaldas, el escritor peruano es partidario del reconocimiento pleno de los gays (aunque les recuerda que la ausencia de prohibición podría matar el deseo); no vacila a la hora de distribuir la píldora del día después (de hecho ha defendido la despenalización del aborto y considera igualmente arbitrario obligar a abortar, que coaccionar a alguien a mantener un embarazo); aboga por la más amplia autonomía expresiva (no podría creer que en Chile se prohibían películas con el aplauso de casi la mitad de quienes apoyan a Piñera); considera al nacionalismo una variante de la barbarie (si le hubieran informado que Piñera esgrimió el orgullo nacional para traer a Pinochet de vuelta, no lo hubiera creído); es partidario de la neutralidad religiosa más estricta (al extremo que ha defendido las sectas, poniéndolas al mismo nivel que la Iglesia Católica); considera a Pinochet, con todas sus letras, un tirano y un sátrapa (si supiera que entre los socios de Piñera hay algunos que todavía lloran al general, pensaría que estaba soñando); llama al régimen de Pinochet dictadura oprobiosa (¿qué diría si supiera que entre los socios de Piñera hay algunos que fueron sus funcionarios?); y cree que los golpes de Estado son un producto latinoamericano tan nefasto como la coca (aunque esta última es algo menos dañina).

La mayoría de los dirigentes de la derecha chilena habría crujido de indignación si se hubieran enterado de lo que Vargas Llosa —con esa elegancia que parece connatural al habla de los peruanos— quería decir cuando pronunciaba una y otra vez la palabra libertad.

Y es que nada de lo que Vargas Llosa ha defendido con uñas y dientes (desde antes de que Edwards escribiera “Persona non grata’’ y a décadas de distancia de cuando Ampuero vio inflamarse el retamo al borde del camino) lo cree la derecha en Chile.

Al revés de Vargas Llosa, gran parte de la derecha chilena, un puñado de la cual estaba allí aplaudiéndolo, cree que el Estado si bien debe abstenerse de intervenir en la vida económica debe, en cambio, inmiscuirse en la vida afectiva y sexual de los ciudadanos.

Son esos sectores de la derecha los que se opusieron hasta el último minuto a la ley de divorcio; los que siguen resistiendo, como si el cielo se fuera a caer, la distribución de la píldora del día después; los que serían capaces de incendiarlo todo si se despenalizara el aborto; y los que piensan que hay ocasiones en que es correcto censurar.

Y entre quienes lo aplaudían –y al contrario de lo que cree el espléndido escritor peruano– había quienes piensan que la Iglesia Católica merece ventajas de parte del Estado y que equipararla con los Testigos de Jehová es una ofensa; que la Nación es una entidad con espíritu propio que, llegado el caso, hay que defender, a como de lugar, de las ideas que la relativizan; que las violaciones a los derechos humanos acaecidas en Chile no deben ser condenadas de modo categórico; que la historia absolverá a Pinochet; y que la dictadura no merece ser llamada dictadura, sino apenas un pronunciamiento.

No cabe duda.

Lo más llamativo del encuentro del viernes no fue la elocuencia de Vargas Llosa —a su lado Edwards y Ampuero balbuceaban—, sino los aplausos unánimes de esa audiencia, donde había gente que no creía, ni nunca ha creído, y nunca creerá siquiera un ápice de lo que defiende el intelectual que tenían al frente.

Fuente: El Mercurio

Fango en Argentina

Editorial El País

Cristina Kirchner, presidenta de Argentina, y su Gobierno, tras el que se adivina la sombra de Néstor Kirchner, se han enfangado en un conflicto institucional de imprevisibles consecuencias. Un juzgado de Buenos Aires ha suspendido los decretos de urgencia que cursó el Ejecutivo para utilizar las reservas del Banco Central con el fin de pagar la deuda del país y para destituir al gobernador del banco, Martín Redrado, que se negó a cumplir sumisamente el encargo de la presidenta. Así pues, el Gobierno argentino tiene ahora un doble enfrentamiento, con su autoridad monetaria y con los tribunales de Justicia, y, con su torpe arbitrariedad, ha conseguido además que su debilidad económica aparezca ante los mercados mundiales con tintes de gravedad extrema.

La pretensión del Gobierno de que el Banco Central comprara deuda argentina con reservas para reducir la prima de riesgo y, por tanto, la carga financiera, es una decisión difícil de justificar. En último extremo, los inversores y acreedores están puntualmente informados de la peculiar manera con que Kirchner y su equipo pretendían recortar su endeudamento, así que difícilmente recuperarán la confianza en un equipo de Gobierno que utiliza tales métodos. No es difícil suponer que Martín Redrado se negó a la operación arguyendo que el efecto sería precisamente el contrario, es decir, que la prima de riesgo subiría inmediatamente. El decreto excepcional de destitución del gobernador es prueba suficiente de que Cristina Kirchner y su equipo de asesores ya no atienden a una mínima racionalidad y simplemente se dejan llevar por impulsos despóticos.

Pero lo peor de este episodio es que continúa la cadena de arbitrariedades del Gobierno de Kirchner. Recuérdese cómo hace un año se dictó abusivamente la nacionalización de los fondos privados de pensiones para hacer frente al pago de la deuda. Quienes gobiernan en Argentina han decidido lisa y llanamente que el Estado de derecho es un engorro, que lo más rápido y seguro es saltarse la ley y que la seguridad jurídica es un lujo innecesario. Mientras la economía argentina renquea a causa de una inflación desbordada y el peso de una deuda asfixiante, su Gobierno, frustrado por su incapacidad para articular un sistema fiscal sólido que le aporte los recursos públicos que necesita, sólo encuentra soluciones tercermundistas para el problema de la deuda.

Fuente: El País

viernes, 1 de enero de 2010

Los des - concertados: todos mirando más allá del 17 de enero

Por: Eugenio Rivera

El 30 de diciembre del 2009 será una fecha que perdurará en la memoria nacional y será destacado en los libros de historia como un día especial, en que pudo haber cambiado el derrotero nacional. Una declaración de Eduardo Frei del día anterior, respecto de que su campaña y su gobierno los haría con total prescindencia de los partidos, detonó la renuncia, primero de José Antonio Gómez a la presidencia del Partido Radical, y luego de Pepe Auth al PPD (la cual había sido rechazada el día anterior por la directiva del partido). Los objetivos eran lograr la renuncia de Juan Carlos Latorre y Camilo Escalona a la presidencia de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista respectivamente, instalando nuevas direcciones que pudieran hacer realidad el gran frente progresista con Juntos Podemos, pero sobre todo con quien, Eugenio Tironi llamó “el gran elector”, Marco Enríquez – Ominami.

La estrategia diseñada deriva de una interpretación de la derrota electoral de Frei del 13 de diciembre, adelantada por Ernesto Ottone, hace un par de semanas en el Programa de TVN, Estado Nacional: la alta popularidad de la Presidenta y de su Gobierno, en particular de Andrés Velasco, que contrasta con el mal resultado obtenido por Eduardo Frei, sólo puede ser explicado porque existen dos concertaciones: la Concertación – Gobierno, que lo ha hecho bien y por tanto es premiada en cada encuesta por la ciudadanía y, la Concertación – Partidos, que lo ha hecho mal y por tanto, fue castigada en la primera vuelta. Sobre la base de esta interpretación, se reestructuró el comando de campaña de Frei. La idea era que la primera línea de campaña fuera asumida por rostros jóvenes, vinculados al Gobierno (Carolina Tohá), a gestiones municipales potentes (Claudio Orrego) o que habían sido exitosos en la campaña parlamentaria (Fulvio Rossi y Ricardo Lagos Weber). El mensaje era doble: por una parte, la campaña se desligaba de las desprestigiadas directivas partidarias y por otra se insinuaba, que estas caras liderarían la renovación de los partidos de la Concertación.

¿Qué pasaba en este diseño con los partidos?

Cuando Eugenio Tironi nominó a MEO como el “Gran Elector” hizo dos acotaciones. La primera, que para que triunfara la Concertación por quinta vez, era indispensable lograr que en la misma noche del 13 de diciembre MEO le diera su apoyo a Frei y luego al día siguiente ambos, se tomaran una foto con la presidenta. Ello representaría la reunificación de la Concertación y la articulación perfecta entre continuidad y cambio, respecto del Gobierno de Michelle Bachelet. La segunda, se refería a que para que ello fuera primero viable y luego exitoso, era indispensable que los interlocutores de MEO en esta negociación fueran las directivas vigentes de los partidos. Sólo ellos podían llevar a cabo una negociación a todas luces, extraordinariamente dura. Ya entonces se le señaló que una rápida negociación no era compatible con la mantención de las directivas partidarias.

La condición impuesta por MEO para entregar su apoyo a Frei, de que renunciaran los presidentes de partidos, y el rechazo de estos últimos, hizo imposible la estrategia deseada por Tironi. El día 30 de diciembre, fue un intento tardío de buscar (en serio) la convergencia de los progresistas. Se esperaba que la renuncia de Gómez podría tener un “efecto dominó” sobre los duros de la Concertación: Latorre y Escalona. Más aún, el éxito de la operación, que para la opinión pública se habría originado con las declaraciones de Eduardo Frei del día anterior y de Carolina Toha respecto de que era el momento de los partidos se hicieran cargo de la demanda ciudadana de renovación, constituía un instrumento para levantar el liderazgo de Frei. En efecto, la pobre campaña en primera vuelta y las dificultades del candidato para establecer un orden mínimo en su comando, habían potenciado en la ciudadanía, su ya escéptica percepción, respecto de su capacidad de liderazgo.

El rechazo de Camilo Escalona y de Juan Carlos Latorre a presentar sus renuncias ha provocado el colapso de la estrategia y terminado con lo que fue la última posibilidad de lograr un resultado honroso el 17 de enero.

En el mismo momento en que el presidente del Partido Socialista le hacía la cruz a la candidatura, declaraba en el estilo orweliano más clásico: “respeto la decisión de los que renunciaron…Mi decisión es acompañar a Eduardo Frei hasta el final de la campaña”. Por su parte la directiva DC señalaba con una franqueza insólita: “Si se trata de renovación de directivas, serán las instituciones partidarias pertinentes e instituciones las que tomarán las medidas”. Porque justamente, mientras los concertacionistas y freistas de a pié, pensaban que todavía estaba en juego la elección presidencial, la directiva demócrata cristiana, decía con claridad que el problema político del presente no es la elección del 17 de enero, que ya está perdida, sino la distribución del poder de lo que será la oposición a Sebastián Piñera a partir del 11 de marzo del 2010.

El rechazo de la directiva y la mayoría de la Democracia Cristiana al gran frente progresista ha venido quedando claro desde el día siguiente de la primera vuelta. Un senador recién electo rechazó izquierdizar el programa, pese a que era evidente que ello era una condición indispensable, para establecer puentes con el movimiento MEO y con Juntos Podemos. Pero más importante es que si se miran los grandes temas que definirán la agenda política del 2010 en adelante, como es la educación, la reforma del Estado y de la legislación laboral, quienes controlan hoy la DC, se sienten mucho más cerca de lo que está proponiendo Piñera, que de lo que surgiría de un gran acuerdo progresista. Por su parte, el sector dominante del Partido Socialista hace tiempo que carece de opinión respecto de los temas fundamentales que enfrenta el país. El problema básico que desvela a sus dirigentes es quién se queda con el timbre del partido y por tanto, no están dispuestos a hacer concesión alguna a una candidatura que se derrumba.

En suma, todos mirando más allá del 17 de enero.

Carecemos de una bola de cristal. Quizás el PS sorprende y logra que Camilo presente su renuncia. Quizás la falta de pronunciamientos de los que podrían constituir el nuevo liderazgo, sea debido a que están operando entre bambalinas y no, que carecen de la capacidad de abrir opciones en los momentos cruciales, como lo hacen los grandes líderes políticos. Quizás Latorre entre en razón y renuncie, al menos para no ser sindicado como uno de los grandes culpables de la derrota que viene. Pero si el 30 de diciembre era un tanto tardío para abrir una posibilidad de éxito… lo que pueda pasar ahora, sólo es importante más allá del 17 de enero.

En todo caso, como he tratado de demostrar en mis columnas “La crisis de la Concertación y el fenómeno Marco” (http://blog.latercera.com/blog/erivera/entry/la_crisis_de_la_concertaci%C3%B3n) y “El rol del Gobierno en la derrota de la Concertación en la primera vuelta” (http://blog.latercera.com/blog/erivera/entry/el_rol_del_gobierno_en), el desenlace indicado encuentra sus raíces, en momentos anteriores a las idas y vueltas durante los prolegómenos de la segunda vuelta presidencial.

Fuente: La Tercera